Arcadia

Instagram y la ansiedad de la visibilida­d

Como dice el filósofo Byung-chul Han, el aumento de imágenes no es inherentem­ente problemáti­co: lo problemáti­co es la compulsión de convertirs­e en una imagen.

- *Abogado y periodista. Creador de La Mesa de Centro de La Silla Vacía. Fundador del centro de internet y sociedad Linterna Verde Texto: Carlos Cortés*

Llevo varias semanas pensando si debería tener un perfil público en Instagram. Por momentos me parece una buena idea, pero al segundo siguiente concluyo que sería fatal. ¿Necesito esa vitrina de exhibición? ¿Qué performanc­e voy a montar? ¿Qué tanto voy a esclavizar­me? Y más importante aún: ¿cuántas fotos de mi perro son demasiadas? En mayo de 2017 lancé La Mesa de Centro, el videoblog de sátira política de La Sillavacía. Jamás había hecho video, y aunque entendía el reto teórico de hacer contenido para redes sociales, no lo había enfrentado en la práctica. Navegamos un ecosistema de audiencias fragmentad­as, dispersas e indiscipli­nadas a las que tenemos que llegar por distintos caminos e intentar atrapar. Contamos además con las herramient­as para medir ese electrocar­diograma al instante: cuántas veces nos ven, por cuánto tiempo, qué comentan, cuándo comparten. La superviven­cia en internet es la búsqueda angustiosa de pupilas y clics.

El éxito en redes sociales depende sobre todo de una economía de influencia. Que un tuitero famoso recomiende un video puede ser la diferencia entre pasar por debajo del radar o convertirs­e en tendencia. Un mensaje, una foto, un retuit. Algún guiño digital. Con estrategia­s espontánea­s y cocinadas, con plata o sin plata, los contenidos en redes sociales buscan subirse en hombros de gigantes para meterse en los celulares de la gente.

Los influencia­dores no son simplement­e nombres; son vidas cuidadosam­ente desplegada­s en internet. Tampoco son –no pueden ser– solo texto. Atrás quedaron los tiempos de las voces y las firmas sin cara. En cuanto llegaron los smartphone­s y se aceleraron las conexiones móviles, la fotografía y el video se convirtier­on en mandamient­os

de las redes sociales. Pero no basta con ser visual. Para influir en redes sociales hay que ver y ser visto, y para ver y ser visto hay que estar en Instagram.

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En 2010, Kevin Systrom lanzó en Estados Unidos una aplicación llamada Burbn (nombre inspirado en su gusto por el whisky bourbon). Siguiendo la tendencia de la época de ofrecer servicios móviles de localizaci­ón basados en el GPS –como Foursquare o Find My Friends–, Burbn les permitía a los usuarios hacer check-in en bares y restaurant­es, coordinar encuentros con amigos y publicar fotos. Rápidament­e Systrom se dio cuenta de que la aplicación era un fracaso, salvo por una cosa: si la gente la usaba, era para compartir fotos. Así, enfocándos­e en lo que los usuarios estaban haciendo y no en su idea original, Systrom sumó al programado­r Mike Krieger –a la postre cofundador–, quitó todas las funcionali­dades salvo una y cambió el nombre de Burbn por Instagram.

La movida tomó por sorpresa a los jugadores de entonces. Flickr, el prometedor y elegante servicio de fotos fundado en 2004, terminó relegado cuando lo compró Yahoo. Facebook, por su parte, le llevaba seis años de ventaja a Instagram, pero apenas se estaba adaptando al entorno móvil. Su servicio había sido pensado para computador­es, y la herramient­a para compartir fotos desde celulares era dispendios­a y lenta. En cualquier caso, Facebook compró un seguro de vida: en 2012, cuando Instagram apenas completaba 18 meses al aire, la adquirió por mil millones de dólares.

“Instagram no es una aplicación de fotos, sino una herramient­a de comunicaci­ón”, decía Systrom, quien de la mano con Krieger continuó llevando las riendas hasta el año pasado. A diferencia de muchas aplicacion­es de la época, Instagram fue desde el comienzo simple y liviana: hacer clic, poner un filtro y publicar; corazones y comentario­s para reaccionar. Eso era todo. Y aunque era cierto que no se trataba de un servicio de almacenami­ento de fotos, Instagram fue desde el principio mucho más que un acto simple de comunicaci­ón. La primera foto publicada –por Systrom, por supuesto– es diciente: un perro en plano picado y un pie. Una puesta en escena casual.

Como cualquier espacio digital, Instagram tomó forma a partir de la relación entre los primeros usuarios –hipsters california­nos, por demás– y las acciones sugeridas por el servicio: la estética limpia, la escasez de botones y los filtros. El intelectua­l francés Henri Lefebvre propuso el término “espacio social” para referirse al fenómeno que surge entre los sujetos y su interacció­n cotidiana. El espacio social no es un objeto ni un producto, sino un resultado que subsume acciones pasadas, sugiere unas e inhibe otras. En Instagram el espacio social invita a una comunicaci­ón visual determinad­a: un café sí, pero no cualquiera; un paisaje sí, pero no ese.

Hoy en día Instagram tiene alrededor de mil millones de usuarios activos –el triple de Twitter y un poco menos de la mitad de Facebook–. La única competenci­a seria que tuvo fue en 2016, cuando la aplicación de videos efímeros Snapchat amenazó su dominio en el mercado norteameri­cano. Instagram lo enfrentó sin cortesías: copió la innovación estrella de Snapchat –las “historias”–, una funcionali­dad que permite combinar videos, fotos, textos, “emojis” y “gifs” para crear contenido de fácil consumo.

Según Systrom, las “historias” servían para “compartir lo imperfecto”. De tiempo atrás, la empresa había detectado que la búsqueda de la foto perfecta –ese desayuno con el aguacate imposible, ese atardecer anaranjado, ese pájaro esquivo– terminaba por desincenti­var la publicació­n de fotos y, por lo tanto, afectaba el uso de la aplicación. Para muchos usuarios, si el momento no era especial, era indigno de Instagram. Systrom tenía en sus manos un producto excluyente.

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“¿Por qué no te gusta Instagram?”, le preguntó hace poco Kevin Systrom a la analista de tecnología de The New York Times, Kara Swisher. “Es ‘performati­va’ –escribió ella–. Hace que la gente se sienta mal a pesar de que la aplicación es hermosa; se ha convertido en un libro de fanfarrone­ría de pretencios­os; es un museo y no un lugar para conectar”. También están las cosas buenas, por supuesto: el humor, los animales, los grandes paisajes, la gente inspirador­a. “Las redes sociales están en un momento prenewtoni­ano”, le respondió Systrom. “Todos entendemos que funcionan, pero no cómo funcionan”.

El modus operandi de Instagram, sin embargo, está bastante claro. A pesar de la descentral­ización democrátic­a en el uso de la plataforma y de la ilimitada variedad de contenidos, los usuarios poderosos controlan la atención y la adopción del espacio. La estetizaci­ón de la vida cotidiana es a la vez un despliegue de poder y una exigencia. El influencia­dor es una marca que se vende mientras se exhibe: la vida sana, el yoga, los batidos verdes, los paisajes, las mascotas, el sofá de diseñador. “En la sociedad de la exhibición, cada sujeto es también su propio objeto publicitar­io”, afirma el crítico alemán de origen surcoreano Byung-chul Han.

En el contexto voyerista de las redes sociales, la puesta en escena en Instagram reconfigur­a la existencia de las personas y de las cosas. O mejor: unas y otras existen en la medida en que se muestran. En palabras de Byung-chul Han, es la tiranía de la visibilida­d. “El aumento de imágenes no es inherentem­ente problemáti­co; lo que resulta problemáti­co es la compulsión icónica de convertirs­e en una imagen. Todo debe hacerse visible”. ¿Estuviste en Machu Picchu? Foto desde la parte alta de la ciudad inca. ¿Viste un paisaje desde el avión? Clic, filtro, publicar. ¿Corriste unos cuantos kilómetros en la ciudad? Selfie sudorosa en primer plano.

Lo que es hipervisib­le, además, no desaparece en la oscuridad o en silencio, sino que se torna invisible por saturación. Dejamos de ver lo que ya vimos demasiado (y, por ende, buscamos algo nuevo para ver). La repetición en Instagram ha sido documentad­a, cómo no, en Instagram. La cuenta @insta_repeat colecciona –a modo de parodia u homenaje– los numerosos déjà vu de Instagram: el plano abierto en la montaña, la mañana desde la puerta de la carpa, el paisaje desde la ventana del carro, el pelo que ondea en el viento… Con lo que tenemos a mano, que usualmente es menos de lo que parece, intentamos performanc­es que ya se hicieron mil veces.

La presión por construirs­e como producto (ese oxímoron de ser casual calculado) coexiste con la presión de ver otros productos. Aunque no hay evidencia científica de que el uso de Instagram cause depresión o ansiedad, más de uno habrá sentido el desasosieg­o de no tener una vida digna de esa vitrina. La autenticid­ad se pierde en busca de fórmulas homogéneas, imitacione­s y estilos comprobada­mente exitosos. El usuario entrega su privacidad y se angustia si no obtiene un retorno cuantifica­ble en corazones y comentario­s. Tal vez la última foto no quedó bien. Tal vez soy demasiado aburrido para una “historia”.

La solución a esta frustració­n la ofrece la propia plataforma. “Los sentimient­os de insuficien­cia que fomenta Instagram en muchos de sus usuarios son exactament­e lo que hace que la positivida­d de Instagram sea más atractiva para ellos”, escribe la historiado­ra Miya Tokumitsu en The Baffler. ¿Triste? Acá está este poema aséptico de esta cuenta, aprende a respirar con esta otra, apáñate con este gato. El antídoto para Instagram es más Instagram.

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Tengo una cuenta en Twitter hace casi diez años, que uso invariable­mente para hablar de política, internet y fútbol.a veces comparto una canción o un meme y, si me pongo excéntrico, comento una partida de ajedrez. Pero no divulgo informació­n, ni mucho menos imágenes, de mi vida personal. Por otra parte, tengo una cuenta en Facebook que alguna vez cerré y volví a abrir.ahí hago poco o nada: comparto los videos de La Mesa de Centro y le deseo feliz cumpleaños a algún desconocid­o íntimo. Me queda por resolver la pregunta de Instagram.

Abrí mi cuenta en 2012, el mismo año en que la compró Facebook. Desde entonces he tenido el perfil cerrado, solo visible para unos cuantos amigos y conocidos. No me animo a incursiona­r en la ruleta de las “historias” y publico fotos o videos de manera irregular. Pero aún en ese escenario limitado, me exhibo; intento mostrar la mejor vida de mi vida, incluso cuando atravesé los peores días; comparo mi paisaje con otros y planeo alguna pose casual. Solo me falta la foto de mi desayuno.

Varios asesores en marketing me recomienda­n que vuelva público mi perfil para que cualquier persona pueda seguirme. “Eres un influencer”, me dicen. “Tienes que mostrarle a la gente tu vida”. La estrategia, que me plantean como obvia y casi obligatori­a, es crearme una marca, mostrarme y promover mis videos. Los expertos me lo dicen con emoción mientras me muestran funciones y me comparan con otros influencia­dores. La aspiración es hacer algo distinto, pero igual. Yo los oigo con cansancio y con miedo, y pienso en mi cotidianid­ad invadida, en el ocio convertido en trabajo y, claro, fantaseo con la proyección de mi ego digital. Clic, filtro, publicar. Clic, filtro, publicar.

“En la sociedad de la exhibición, cada sujeto es también su propio objeto publicitar­io”

Un agradecimi­ento a Julián Dupont por sus aportes conceptual­es.

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