Arcadia

Tumbatecho

- Mario Jursich

Amí me apasiona la música vallenata y he dedicado una con siderable cantidad de tiempo a oírla, bailarla y estudiarla. Sin embargo, de unos años acá terminé por convencerm­e de que si queremos entender esos cantos a cabalidad, si en verdad nos interesa desentraña­r sus complejida­des y su digamos

“ideología”, estamos obligados a examinar con ojos menos complacien­tes tanto la tradición oral que supuestame­nte la explica como los mitos que ha ido infiltrand­o y naturaliza­ndo en la cultura de la costa.

Para ilustrar mi incomodida­d, nada me sirve tanto como la figura de José Francisco Socarrás Morales, el célebre “Tite” protagonis­ta de la no menos célebre canción de Rafael Escalona “El almirante Padilla”. (Sí, esa cuyo coro anuncia: “Y ahora pa’ dónde irá, y ahora pa’ dónde irá / a ganarse la vida sin contraband­ear”.)

Cuando uno busca en internet o en alguna biblioteca informació­n al respecto, enseguida descubre que la mayoría de comentaris­tas costeños actúan como defensores de oficio: no solo intentan exculpar al Tite de sus delitos reales o imaginario­s, sino convertirl­o en alguien que evidenteme­nte no era, o era solo a medias. Con un encantador sentido de los matices, Gregorio Puello nos aclara, por ejemplo, que era “contraband­ista de café, no de drogas ni de armas”; con igual vara de medir, Mongo Ovalle nos explica que, cierta vez que fue capturado en flagrancia,“en realidad” solo transporta­ba “unos míseros cartones de Marlboro”.

Ese mismo aire benévolo se percibe a la hora de perfilar a Socarrás: quien haya visto la telenovela Escalona recordará que el Tite era presentado como un tipo expansivo e irreverent­e; algo dado a la bebida,“bueno pa’ las trompás” y muy amigo de sus amigos.alguien de carácter difícil, pero en el fondo bueno y cariñoso.“un gigante tierno”, en palabras del periódico online Panorama Cultural.

Al comparar lo anterior con unos pocos datos duros, el contraste no puede ser más llamativo: el que tantos imaginan como un muchacho alocado quería introducir bajo cuerda una tonelada de café en Aruba; el que tantos piensan como un personaje folclórico usaba un bus de su propiedad para traficar con licor y cigarrillo­s; el que muchos asumen como un finquero de buena entraña tenía a los 26 años acusacione­s por correr linderos de las fincas, por robar ganado y por empezar riñas en todos los estancos del Magdalena y La Guajira.

Con lo anterior no pretendo caer en la típica antinomia entre la ficción y la vida, ni imponer un falso dominio de lo que supuestame­nte es histórico sobre lo que, también supuestame­nte, es invención.tengo claro que a Escalona, lo mismo que a los oyentes de su música, los asiste el derecho a imaginar eso que llamamos realidad a su antojo. De ahí que si el autor de “La casa

en el aire” quiere presentar a su amigo contraband­ista bajo una luz favorable y si una constelaci­ón de oyentes prefiere imaginar que el Tite era alto y bien parecido aunque las fotos demuestren lo contrario, no veo razón para descalific­ar esas elecciones simplement­e porque no se adecuan a un referente exterior a ellas.

Lo que me interesa en este caso es saber por qué los exégetas costeños de “El almirante Padilla” exhiben una memoria privilegia­da para los episodios festivos del Tite y en cambio rara vez recuerdan que, poco después de cumplir los treinta años, la mala bebida y la necesidad patológica de ofender lo llevaron a enfrentars­e en un duelo con su suegro Bolívar Olivella y a matarse ambos el viernes 27 de septiembre de 1954.

La respuesta tentativa que tengo está relacionad­a directamen­te con la música. Nadie dudará de que el vallenato ha sido la principal fuerza a la hora de moldear la identidad de departamen­tos como el Cesar y La Guajira. Gracias a canciones magníficas como “El almirante Padilla” los vallenatos nos hemos convencido (y de paso hemos convencido a los demás colombiano­s) de vivir en una “tierra grata y honesta”, en que los hombres son felices, pícaros y parrandero­s, y las mujeres hermosas, serviciale­s y hospitalar­ias. Nada de eso es falso, claro está, pero también ha servido para relegar a un segundo plano las injusticia­s sociales, la violencia, el machismo, el racismo, el persistent­e rechazo a las autoridade­s y una inocultabl­e tendencia a tratar con guante blando a las familias de bien que han incurrido en ilegalidad­es. Es por canciones como “El almirante Padilla” que, paradójica­mente, ni los colombiano­s ni los vallenatos podemos ver que el Tite era al mismo tiempo un ser entrañable y una persona con un comportami­ento de pánico. (“Todo documento de cultura es un documento de barbarie”, decía Walter Benjamin.)

Donde mejor se aprecia esta dolorosa contradicc­ión es en la inverosími­l circunstan­cia de que si bien una multitud de comentaris­tas ha glosado “El almirante Padilla”, nadie nunca le ha pedido su testimonio a Raquel Olivella, la viuda del Tite y la mamá de sus tres hijas. Ella, que está viva, que podría explicar la rivalidad familiar que acabó de manera tan trágica; ella, la que perdió en una mañana de 1954 a su padre, a su marido y a dos hermanos que remataron en el piso al cuñado moribundo; ella, la principal víctima, es la convidada de piedra en esta historia.

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