Mariana Enríquez
La gente suele preguntarme por qué me gustan los libros de temática oscura, perversa, de terror; textos retorcidos, inquietantes, perturbadores, que me sacuden o me asombran por su riesgo. No sé por qué me gustan: supongo que me gusta sentir todas las sensaciones anteriores.y, además, cada vez estoy más convencida de que los gustos no se eligen y el mecanismo de las afinidades es misterioso: está relacionado con los secretos, los rincones poco visitados de la infancia, esos deseos que cuesta confesar, especialmente a uno mismo. Estos son mis libros oscuros favoritos y pertenecen a géneros muy diversos:
1.
Cementerio de animales (1983), de Stephen King. Su novela más insana,por enferma y por demente. Una especie de ensayo en contra de la muerte de enorme brutalidad y negrura, que no deja un solo resquicio de esperanza.a él no le gusta este libro y se entiende por qué.
2.
Cacheo (1991), de Dennis Cooper. Una historia sobre el poder de la imagen y el snuff, sobre la atracción por lo macabro en un mundo nihilista pero a veces tierno, donde el amor existe pero en una forma tan retorcida que causa pavor. Además, es un libro muy sensual en el sentido más terrorífico: lo sexual como deseo incontenible y como vulnerabilidad extrema.
3.
Cumbres borrascosas (1847), de Emily Brönte. Una demonología, pura desmesura. Heathcliff, el personaje principal, es tan violento como atractivo, tan resentido como poderoso. No se sabe de dónde vino, en un punto no se sabe qué quiere, lo mueve su obsesión y su deseo de destrucción. Una novela salvaje.
4.
Meridiano de sangre (1985), de Cormac Mccarthy. Simultáneamente el libro más hermoso y más cruel que leí en mi vida. La escritura de Mccarthy me fascina, es poderosa, es bella, es poesía. Este libro, un western no tradicional sobre un adolescente que se une a una banda de asesinos de indígenas, es tan brutal que a veces tuve que dejarlo. No creo que exista un villano más profundamente malvado que el Juez.
5.
La condesa sangrienta (1970), de Valentine Penrose. Los crímenes de la condesa Bathory descritos con frialdad clínica y un lenguaje poético al mismo tiempo. De todas las idealizaciones de una asesina, esta es sin duda la mejor lograda. Inspiró el texto del mismo título de la poeta argentina Alejandra Pizarnik.
6.
Nefando (2016), de Mónica Ojeda. Abuso infantil, videojuegos, juventud perdida, una Barcelona nocturna y fantasmal donde los chicos inmigrantes prefieren estar encerrados con su trauma, ignorando por completo a la ciudad boutique. Y un lenguaje exquisito para contar este infierno urbano y unas infancias destrozadas por la perversión de los adultos. Las descripciones del abuso sexual son sinceramente implacables.
7.
Crash (1973), de J. Ballard. El tema es el fetiche sexual por los autos, los accidentes, las cicatrices. Pero ese mundo deshumanizado va infectando todo, incluso al lector, que en un determinado momento deja de impresionarse por esos cuerpos deseantes y sufridos, desfigurados, destrozados. Ballard destruye la empatía y eso es terrorífico: cómo logra que el lector normalice el horror.
8.
Voces de Chernóbil (1997), de Svetlana Aleksiévich. La crónica, los hechos reales contados por el periodismo, ofrecen tanta o más oscuridad que la ficción.y la Historia está plagada de hechos terribles: genocidios, hambrunas, esclavitud. Siempre, por supuesto, se trata de cómo se cuenta. Por algún motivo, el accidente de Chernóbil y sus circunstancias me impresionan especialmente.y lo que hace Aleksiévich con estos relatos en primera persona de un apocalipsis en miniatura es demasiado real y tristísimo, especialmente la historia que inaugura el libro, sobre una mujer que ama el cuerpo derretido de su esposo, un bombero. Enríquez es periodista, subeditora del suplemento Radar del diario argentino Página/12 y docente. Ha escrito novelas, relatos de viajes, perfiles. Es autora de libros como Los peligros de fumar en la cama (2009), Las cosas que perdimos en el fuego (2016) y Nuestra parte de noche, ganador del Premio Herralde de Novela 2019.
Tú y yo / despertamos en una cárcel / de máxima seguridad. / Los carceleros no hablan / nuestro idioma. La comida / es excelente. Caviar, faisán, / queso ahumado. / no sé, piénsalo”. Así comienza el libro más experimental del
escritor colombiano Juan Cárdenas, Tú Y YO. Una novelita rusa (Cajón de Sastre, 2016). El proyecto integra verso, narrativa distópica, diseño gráfico conceptual y apropiación de internet, pues uno de los demasiados subgéneros de esos objetos culturales vagamente identificados que llamamos meme consiste en variar hasta el infinito la fórmula “tú y yo
+ invitación obscena + no sé, piénsalo”. A partir de ella, el autor de la extraordinaria novela Los estratos (Periférica, 2013) construye una ficción irónica y desasosegante.
Esos podrían ser los dos polos de nuestra relación con internet: la ironía y la angustia. Los memes, los tuits de broma, los retuits de cachondeo, los selfis retocados y los emoticonos, en un extremo; y en el otro, la ansiedad porque nadie ha reaccionado a tu estado, porque nadie responde a tu e-mail o a tu mensaje, porque te riñe la app de salud o porque te has vuelto objeto de escarnio en redes. Con el blanco, el negro y la gama de grises juega la creatividad digital, cuyo objetivo por lo general es la viralidad. En nuestro lado del espejo, la literatura más innovadora, en cambio, sigue siendo la más minoritaria, la más alejada del mercado, materia de museo.
“Me dan miedo los dentistas” es la primera oración de Dafen: dientes falsos (Tierra Adentro, 2017), del mexicano Pierre Herrera, un interesantísimo ensayo fragmentario sobre la falsificación, cuyo título refiere a una villa china de pintores donde “más de diez mil artistas producen anualmente cinco millones de cuadros para exportar, copiando obras de maestros comovan Gogh, Davinci y Picasso”. Aunque nuestro contexto histórico, en lo que respecta a la circulación de copias y versiones,sea eminentemente digital,herrera insiste en referentes y ejemplos analógicos, artesanales, siguiendo el modelo de collage literario que en nuestro cambio de siglo identificamos sobre todo con David Markson.
La misma lógica sigue Una comunidad abstracta (Cadáver Exquisito, 2015), del creador ecuatoriano Salvador Izquierdo, quien tanto en esa novela como en El nuevo Zaldumbide (Festina Lente, 2019) acerca la literatura a los procedimientos del arte contemporáneo. Con un estilo desenfadado y muy personal, aunque también explore biografías artísticas o películas, Izquierdo habla en ambos proyectos sobre todo de libros en papel.
Eso me lleva a un hecho: la gran mayoría de los libros que, junto con los cuatro citados, podrían formar una constelación representativa de la literatura experimental en español de los últimos años hablan sobre libros. Desde El aleph engordado (Imprenta Argentina de Poesía, 2019), del argentino Pablo Katchadjian, hasta El hacedor (de Borges), Remake (Alfaguara, 2011), del español Agustín Fernández Mallo, pasando por Saturno (Alfaguara, 2003), de Eduardo Halfon, Paisajeno (Esto no es Berlín, 2016), del venezolano Willy Mckey, o Permanente obra negra (Sexto Piso, 2019) y La Compañía (Almadía, 2019), de las mexicanas Vivian Abenshushan y Verónica Gerber Bicecci –respectivamente–, las obras que mejor podrían ejemplificar en nuestra lengua cómo la literatura asume como propias las estrategias de la apropiación, del conceptualismo o de la hibridación se centran en la propia literatura, a veces también en la realidad social, pero casi nunca lo hacen en la pantalla. Incluso Cárdenas, que parte de un meme, acaba escribiendo una “novelita rusa”.
Tal vez ese sea uno de los objetivos de la literatura de la próxima década, tanto en el laboratorio como en el mainstream: atreverse a dibujar, incluir o cuestionar el píxel, las redes sociales, los teléfonos móviles, los filtros, la autoedición, los algoritmos, nuestras benditas y malditas pantallas cotidianas. No sé, letraherida o letraherido, mi hipócrita lector, mi hermana: tú y yo: las tecnologías y sus máscaras, ¿te late?: piénsalo.