Arcadia

PARA NO OLVIDAR

- Santiago Valenzuela Bojayá

Antes del Centro Nacional de Memoria Histórica, de la Ley de Víctimas y del acuerdo de paz, decenas de organizaci­ones sociales luchaban contra el olvido y construían memoria desde sus comunidade­s. Hoy mantienen viva su labor y siguen reclamando la atención del país. Recuerdo de un viaje a Bojayá y de una conversaci­ón con la líder de memoria Máxima Asprilla.

Máxima Asprilla camina por las calles silenciosa­s de Bellavista y llega con su turbante intacto a la orilla de uno de los afluentes del río Atrato.van a ser las ocho de la mañana. Es mejor salir a esa hora, dice, porque allí, en el norte del Chocó, la humedad es insoportab­le al mediodía. Se sube a la panga y toma rumbo a Bojayá. El ruido del motor la deja sola con sus pensamient­os. Ese día, 17 de noviembre de 2019, piensa que será distinto a otros domingos, que “si

Dios la escucha”, será el comienzo de una nueva época para los municipios de la zona que han padecido lo peor de la guerra, que aquí parece retornar siempre, reciclarse, una y otra vez.

Ese día, en el casco urbano de Bojayá, había mucha “gente del interior”, dice Asprilla: “Gente que dice que nos viene a entregar ‘restos’, pero para nosotros no son eso; son cuerpos que necesitan una sepultura digna”. Después de diecisiete años de insistenci­a, de buscar respuestas en frases evasivas de hombres camuflados, de tocar las puertas de las institucio­nes del Estado y pasar por entramados burocrátic­os, por fin se hizo realidad eso mínimo que pedían desde hacía años: el derecho a despedir a sus muertos. Por primera vez después de la masacre de 2002, Bojayá tendría su mausoleo.

Asprilla lo vio de frente, incluso fue testigo de todo el proceso de traslado desde finales de octubre, cuando el Comité de Víctimas de Bojayá –junto con la Fiscalía, la Unidad de Víctimas, Medicina Legal y el Centro Nacional de Memoria Histórica– anunció la identifica­ción de decenas de cuerpos.

Tenía ochenta cofres frente a sus ojos. “Acá les decimos cajones, y hay familias enteras que estaban en bolsas rojas, guardadas donde no se debe, de la manera como no es correcta”. De esos cofres, cuarenta y cinco estaban pintados de blanco, eran niños que falleciero­n en ese episodio. En total, noventa y ocho murieron en la masacre del bloque José María Córdoba de las Farc, que en ese entonces se enfrentó al bloque Élmer Cárdenas de las auc.

Esa escena, la del mausoleo, existió y quedó en la historia gracias al trabajo de líderes como Máxima Asprilla, que en los cincuenta y tres años que tiene ha luchado por un objetivo que a muchas personas de su región les ha costado la vida: vivir en paz. Pero ese día en el mausoleo la sensación que tuvo no fue exactament­e de justicia:“todavía falta que entreguen a muchos familiares.yo todavía me siento ahogada. Mire, Stevenson Palacios, por ejemplo, era la botija de oro de la familia porque fue el único hijo de la tía de mi mamá. Ella solo tuvo a ese hijo varón y, siendo muy joven, la violencia se lo arrebató. No le hemos podido dar un entierro digno, sigue desapareci­do”.

La vida de la madre de Stevenson, como explica Asprilla, se acabó con esa desaparici­ón.“no tuvo más tranquilid­ad desde que se murió su hijo. Se quedó caminando, sí, pero muerta en vida. Después se enfermó, se la llevaron a Medellín y descubrier­on que tenía cáncer. En cuatro meses se murió”.

Por esos casos que siguen sin resolverse, por esas personas que han muerto esperando la verdad, Máxima Asprilla sigue buscando respuestas, sin esperar que la solución venga del Estado.“es que mire, el mausoleo está al sol y al agua, así se vence la pintura y se va deterioran­do la estructura. Nos toca a nosotras cuidarlo porque qué más”.

“HACER MEMORIA NO ES SOLO ESCRIBIR INFORMES”

Con la llegada de Darío Acevedo a la dirección del Centro Nacional de Memoria Histórica (cnmh), la memoria del conflicto en Colombia ha caído, para los más optimistas, en una suerte de zona gris por cuenta del nuevo sesgo ideológico del Centro. Sin embargo, historias como la de Asprilla demuestran que, pese al desinterés estatal, o a su negligenci­a, han existido y existirán liderazgos sociales en las regiones que luchen contra el olvido.

Las masacres fracturan a las comunidade­s, las desplazan, las silencian. En 2002, cuando el único camino parecía el despojo, Asprilla se reunió con otras mujeres para exigir el derecho de permanecer en su territorio. La ayuda, como dice ella, no vino del Estado. “A nosotras siempre nos toca es encomendar­nos a Dios para todo.acá no hay justicia ni fuentes de empleo, la salud es muy mala, dependemos de Dios y de nosotras mismas para cuidar a nuestras familias.así es como hemos resistido todo este tiempo. Nos ha tocado ir a Bogotá, pedir que nos escuchen, y bueno, algo se ha logrado”.

Aunque en nada es excusable la falta de responsabi­lidad de un Estado que históricam­ente no ha atendido a las comunidade­s más violentada­s y necesitada­s, ellas se han dedicado a reconstrui­r el tejido social desde el territorio, y por eso será difícil que una sola dirección del cnmh eclipse lo que han logrado las organizaci­ones civiles en las regiones en conflicto. Basta hablar con Mónica Álvarez, coordinado­ra de la Red Colombiana de Lugares de Memoria, para dimensiona­r la capacidad de organizaci­ón que han tenido las mujeres y los hombres en estos lugares del país. Esta red, por ejemplo, nació en 2015, pero reúne el trabajo de diferentes organizaci­ones en Nariño,valle del Cauca, Chocó, Bolívar, Cesar, Sucre, Santander, Caquetá, Amazonas, Putumayo, Meta, Bogotá, Antioquia y Cundinamar­ca.

Los lugares de memoria en Colombia, como dice la Red en su presentaci­ón,“nacen antes de la Comisión de laverdad y de la Ley devíctimas”. En espacios como la Casa de la Memoria en Dabeiba, el Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María, y el Centro Integral de Formación y Fortalecim­iento Espiritual y Cultural Wiwa de la Sierra Nevada de Santa Marta, por solo mencionar algunos, se han llevado a cabo procesos paralelos contra el olvido.

Hoy, la Red reúne treinta y cinco lugares de memoria, todos construido­s por la sociedad civil, y solo algunos –el Museo Casa de la Memoria en Medellín y el Centro de Memoria, Paz y Reconcilia­ción de Bogotá– han sido gestionado­s con el Gobierno.“la mayoría de los lugares de memoria en Colombia fueron creados por comunidade­s en honor a sus familiares y a sus territorio­s –dice Mónica Álvarez–. El Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de los Montes de María o el Centro de Reconcilia­ción en San Carlos, Antioquia, son apenas dos de muchos ejemplos de construcci­ón de memoria y de lucha contra esa violencia histórica. Nos han querido hacer creer que la única forma de contar la memoria es la escritura en largos informes, dejando de lado todos los lenguajes culturales artísticos y ancestrale­s que nosotros queremos mostrar y preservar”.

Esos casos de resistenci­a no solo están en regiones lejanas a las grandes ciudades. En Bogotá, Cali y Medellín, las familias que han sido desplazada­s en las últimas décadas han buscado y encontrado espacios de representa­ción política gestionado­s por mujeres y hombres que conocen los territorio­s en conflicto.

Anyela Guanga es una de las líderes más conocidas en Tumaco, y tras su desplazami­ento en 2008 ha buscado un espacio en Bogotá. Después de transitar por varias ciudades llegó a coordinar, hace unos meses, la Mesa Autónoma Afro de Víctimas de Bogotá. En la capital, donde viven cerca de trescienta­s sesenta mil víctimas del conflicto, estos liderazgos han sido trascenden­tales para generar cambios en la institucio­nalidad.“mire –dice Guanga–, en Tumaco a mí me ha tocado ver cómo quedan comunidade­s confinadas por territorio­s que se disputan entre más de diez grupos armados al margen de la ley. En la ciudad, con nuestra familia fragmentad­a, nos ha tocado luchar por nuestros derechos y por la memoria, y eso ya se lo disputan grupos políticos”.

En ambos territorio­s, Guanga ha seguido las enseñanzas de su abuela. Cuando le mostró cómo se sembraba el chirarán o el mango, le decía que las etapas de la vida eran similares:“primero toca aprender de la tierra, de las semillas; ver las condicione­s del ambiente, la lluvia y el sol. Después, esperar a que florezcan con paciencia.todo ha sido así”.

En su analogía está presente la vida, aunque construir, como sembrar, dice,“es difícil cuando no hay condicione­s. En Colombia no ha existido una política pública diferencia­l para construir memoria. Cuando llegué a Bogotá, tampoco tenía cómo organizarm­e. Pero todo es un proceso. Primero teníamos que sobrevivir, por eso empecé vendiendo Bonice y luego, cocadas. Conocí a mujeres y hombres, comenzamos a organizarn­os para ayudarnos entre nosotros y, claro, para construir memoria”.

En el Centro de Memoria, Paz y Reconcilia­ción, que ha tomado distancia de las políticas actuales del cnmh, Guanga comenzó con talleres de memoria con base en los saberes gastronómi­cos y coordinó, incluso, el de Sabores y Saberes, que para ella fue “una forma de resistir conectándo­nos a nuestras raíces culturales en el territorio”.

PLATAFORMA­S DE PAZ

Se ha pensado que las iniciativa­s no oficiales de memoria surgen como una respuesta a la emergencia y al asedio de la violencia. Sin embargo, estas surgen también en el marco de una transforma­ción política, y tras una decisión de recuperar no solo los territorio­s, sino también el pasado. En el conflicto, la reivindica­ción surge cuando las víctimas se hacen cargo de aquellas reparacion­es que el Estado ha negado y de las exigencias de no repetición, que son necesarias en el menor tiempo posible.

En las últimas décadas, las organizaci­ones de víctimas se han estructura­do y han sido esenciales para la construcci­ón de acuerdos de paz como el que se firmó con la guerrilla de las Farc en 2016. La famosa frase “Que nos los devuelvan vivos, porque vivos se los llevaron” es de la Asociación de Familiares de Detenidos Desapareci­dos (Asfaddes), que nació en 1982 después de la desaparici­ón de trece estudiante­s de universida­des públicas. Esta asociación, compuesta en su mayoría por mujeres, hizo la primera marcha de los claveles blancos en Colombia e impulsó la creación de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desapareci­das, que se creó con los acuerdos de paz con las Farc.

En esa trayectori­a también es clave el trabajo del Movimiento Nacional devíctimas de Crímenes de Estado (Movice). En la década de los noventa, cuando el conflicto en Colombia se había degradado en diferentes niveles, países como Chile y Argentina avanzaron en el trabajo por la memoria con un compromiso estricto por la verdad de la época de las dictaduras. La influencia de otros países y la relación entre el Estado y los grupos paramilita­res les dieron vida a diferentes movimiento­s, y quizás el más grande de ellos fue Movice, que ha crecido desde 2000 y hoy reúne a más de doscientas organizaci­ones de víctimas, con una incidencia en quince departamen­tos.

Un antecedent­e del trabajo de Movice es el Proyecto Colombia Nunca Más, que surgió en 1995 en respuesta a la impunidad en el marco del conflicto armado. La mayoría de organizaci­ones que hoy integran el Movice han trabajado en el Proyecto Colombia Nunca Más. De hecho fueron diecisiete organizaci­ones las que lo crearon.

Sin embargo, el proyecto sufrió varias dificultad­es, como la persecució­n de líderes, casos de exilio y el allanamien­to a la Comisión Intercongr­egacional de Justicia y Paz –donde funcionaba el proyecto– el 13 de mayo de 1998. En todo este trabajo también estuvo presente la Corporació­n Reiniciar, esencial en la lucha por las víctimas de la Unión Patriótica

(up), y la Comisión Nacional devíctimas.

Más adelante, durante la primera presidenci­a de Álvaro Uribe, se consolidar­on varios movimiento­s por los derechos humanos. En mayo de 2004 se reunieron cerca de 230 organizaci­ones con mil delegados en el primer Encuentro Nacional devíctimas de Crímenes de Lesa Humanidad y Violacione­s de Derechos Humanos. Desde entonces, cerca de ochociento­s delegados empezaron a recopilar diferentes casos de violacione­s de derechos humanos en ciudades como Medellín, Cali, Popayán, Barrancabe­rmeja, Bucaramang­a y Bogotá.y esa articulaci­ón entre organizaci­ones comenzó a verse en las calles. Un ejemplo es la marcha de las flores de octubre de 2009, cuando cerca de mil familiares de víctimas del genocidio de la up salieron a marchar por el derecho a la verdad y la reparación.

La lista de organizaci­ones sobrepasa los alcances de un artículo periodísti­co. Sin embargo, es importante señalar que en la década del 2000 se crearon varias asociacion­es y plataforma­s que hoy son necesarias para la construcci­ón de paz en Colombia. Entre ellas está la Asociación Colombiana de Familiares Miembros de la Fuerza Pública Retenidos y Liberados por Grupos Guerriller­os (Asfamipaz), que en sus primeros once años de trabajo intercedió para lograr la liberación de 359 soldados y policías secuestrad­os por las guerrillas.

También es necesario mencionar a la Fundación País Libre, que nació en 1992 para denunciar los secuestros de las guerillas de las Farc y el eln. Cuando inició, registró cerca de dos mil secuestros, una cifra que se redujo a menos de doscientos en 2016. En 2017, la Fundación cerró sus puertas por la disminució­n notable de víctimas por la firma de los acuerdos de paz.

LA MEMORIA SIGUE VIVA

En la subregión de Montes de María, presente en la conscienci­a colectiva por la masacre de El Salado, en la que hace veinte años los paramilita­res asesinaron a más de setenta personas, existen procesos de memoria que han sobrevivid­o pese a las contradicc­iones del Estado. El cine club itinerante La Rosa Púrpura, por ejemplo, nació en 2002, cuando las amenazas, asesinatos y extorsione­s de los grupos paramilita­res hicieron que los espacios públicos de Carmen de Bolívar quedaran vacíos.

Con un telón, un proyector y tres amplificad­ores, la líder Soraya Bayuelo comenzó a devolverle­s la vida a los espacios públicos que los violentos les estaban arrebatand­o. Con la proyección de películas en lugares asociados al terror, como plazas, parques o calles, el tejido social comenzó a recuperars­e. Las personas empezaron a salir, sacando sus sillas a las calles para ver películas con el cielo nocturno detrás.

En el oriente antioqueño pasó algo similar. La organizaci­ón de mujeres Promotoras devida y Salud Mental (Provisame) identificó que la guerra había dejado unas fracturas emocionale­s que un informe no podría sanar. Estudió estrategia­s para elaborar el duelo y una de las primeras actividade­s que hizo fue reunir a las comunidade­s para hacer lo que el grupo llamó “un gran abrazo colectivo”. La palabra, como lo ha enseñado la organizaci­ón en el oriente antioqueño, no puede estar desligada del afecto si se busca la sanación y la no repetición.

En los treinta y dos departamen­tos se han creado estrategia­s de memoria viva, y en un lugar distante de Bojayá, en la Sierra Nevada de Santa Marta, los indígenas kankuamos incluso bailan para no olvidar. Lo hacen recordando los episodios del conflicto armado que han vivido.

Máxima Asprilla hace algo similar, pero con su voz. Resuena en la selva con otras mujeres que cantan los alabaos no solo en actos fúnebres; también cuando la violencia vuelve a quebrar la vida cotidiana. Así, me explicaba Máxima, es que se construye memoria:“cantando, sin querer la venganza. Cuando se siente ese deseo de venganza, usted quiere cantar, y lo hace, pero no se puede desahogar”.

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 ??  ?? Valenzuela es periodista y antropólog­o. Ha trabajado en medios como El Espectador y ¡Pacifista!. Escribió el libro Ayudando a los chilangos. Solidarida­d, políticas, redes y subjetivid­ad en Turbo (Antioquia) (Editorial U. del Rosario, 2019). Las urnas con los restos de las ciento una víctimas de la masacre de Bojayá, antes de la ceremonia en la que fueron entregados a sus familiares en noviembre de 2019.
Valenzuela es periodista y antropólog­o. Ha trabajado en medios como El Espectador y ¡Pacifista!. Escribió el libro Ayudando a los chilangos. Solidarida­d, políticas, redes y subjetivid­ad en Turbo (Antioquia) (Editorial U. del Rosario, 2019). Las urnas con los restos de las ciento una víctimas de la masacre de Bojayá, antes de la ceremonia en la que fueron entregados a sus familiares en noviembre de 2019.
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