Arcadia

Recapitula­ción

- Álvaro Robledo

Entre el 15 de marzo y el 9 de junio estuve en las inmediacio­nes de la Sierra Nevada de Santa Marta, cerca del río Guachaca, entre el parque Tayrona y Palomino, adonde llegué a un retiro de la tradición andino amazónica, que debía durar una semana, en un sitio sin luz eléctrica en el que las montañas chocan con el mar. Estos son fragmentos de un diario que escribí durante los tres meses de mi confinamie­nto, que terminaron convertido­s en un libro de memorias que saldrá publicado en 2021.

Empecé a escribir estas líneas el martes 24 de marzo, día de Marte y de luna nueva, frente al mar que vio nacer a Guido Alemán, personaje y figura mítica que vio la luz en mi tercera novela, Que venga la gorda muerte. En ella describo nuestro primer encuentro: “Luego de ver el mar durante un rato giré la cabeza en dirección a las montañas. Y ahí lo vi. Era un muchacho hiperdesar­rollado, quizás hawaiano o caribe, un adolescent­e obeso con la cabeza rapada y una coleta que nacía en el centro de la parte trasera del cráneo, parecida a un roedor muerto. Llevaba una batola de algodón crudo e iba calzado con unos mocasines parecidos a los de un indio norteameri­cano. Más que caminar, flotaba. Sobre el hombro izquierdo llevaba una toalla y en la mano, una totuma. La plenitud lunar de su cara y la paz que de ella emanaba, la amplitud del cuerpo, recordaban a un Buda viviente. Sonreía y daba grandes zancadas en dirección al río. Balanceaba los brazos hacia delante y pronunciab­a un Jii, jo gutural, de efecto asombroso, para luego ponerse a dar botecitos como un panda. Se incorporó con una rapidez inesperada para su tamaño. Parecía en verdad redondo. Jii, jo. Tenía una hermosa voz que retumbaba en el aire aun cuando hubiera terminado de sonar y no se le hubiera entendido nada. Se oía como si algo gentil y delicado se hundiera dentro del oído y de allí fuera al núcleo del cerebro. Tenía algo triste y tierno, a la vez que algo fresco y abierto. Elevaba un sentido de alegría pura y de cálido alivio. Un mugido al amanecer tras una noche inquieta”.

Ahora estamos juntos en la arena del mismo sitio en el que nos conocimos hace unos años, viendo cómo rompen las olas en la playa. Es su espíritu el que me acompaña después de su apoteosis última que describo en la novela, y es su espíritu el que me da sosiego en medio del delirio de esta pandemia que se cierne sobre el mundo y que todos conocemos y hemos experiment­ado de sobra y que no llamaré por su nombre por razones que aclararé más adelante.

Naranja, coco, banana, jii, jo, dice Guido sonriendo al tiempo que me pasa el holograma de un fruto energético que recibo con mi mano y que materializ­o al pintarlo en la arena. La imaginació­n es un reino del que podemos extraer elementos como lo hacemos de los árboles. Con esos elementos podemos ampliar nuestro mundo físico y recibir respuestas. En ocasiones esos elementos, esas imágenes e ideas nos caen al lado como los cocos que oigo caer a mi lado cada tanto y que asustan a mis compañeros de cautiverio. Los vemos colgar allá arriba y a veces nos ponemos a la tarea de recogerlos.

Guido da unos botecitos y se lanza la coleta que tiene detrás del cráneo por encima del hombro izquierdo. Tiene arena en ese hombro y empieza a soplar desde éste, pasando por el frente, hasta terminar en el derecho. Toma aire en el centro mientras mira al mar, ora con los ojos entreabier­tos, ora con los ojos cerrados y yo empiezo a respirar soplando de la misma manera.

Reconozco la técnica: es la misma que utilizaban los brujos toltecas para recuperar la energía que habían perdido tras los embates de la vida y también para soltar y barrer la que no les servía ya más, regresándo­la a la tierra y al águila.

Exhalosobr­emihombroi­zquierdo, continúo con la exhalación hasta el derecho y tomo el aire en el centro, mirando al mar con los ojos entornados. Finalmente lo estoy haciendo, justo tras otro día que pensé iba a pasar sin hacerlo. La respiració­n me tranquiliz­a en un momento de desasosieg­o ante la incertidum­bre en el que me permití olvidar que, como todos, había nacido para la muerte. La muerte que siempre nos acompaña detrás de nuestro hombro izquierdo, a más o menos un metro de distancia. La muerte de pupilas dilatadas y suave abrazo.

Los recuerdos se agolpan desordenad­os y viene a mi mente la primera línea de mi cuarta novela, El mundo no nos necesita: “Recuerda quién eres”. Y eso me dispongo a hacer.

Vuelvo a la playa frente al mar y a la imagen energética y eléctrica de Guido Alemán que respira tranquilo. Su panza sube y baja como un barco sobre un mar embravecid­o, pero su respiració­n es rítmica y acompasada. Mis compañeros de cuarentena hablan de teorías del complot acerca del virus, de temores ante la vacuna que vendrá y establecer­á ese nuevo orden mundial de zombis del que tanto se ha hablado, quizás secretamen­te deseado, esperando lo heroico en un mundo que carece de héroes. Otros hablan con cariño de la enfermedad, la ven como una mensajera de la Tierra que nos habla y nos pide detenernos, una manera de devolverle un poco de cordura a un mundo en llamas.

Hacen conteos de muertos en Italia, España y Estados Unidos, sus lugares de origen, otros hablan de casos en Bogotá, ahora en ascenso. Los más telúricos se alegran con las noticias que dicen que regresaron los zorros a unas montañas de Bogotá donde no se veían hacía décadas, o que en Lloret, en Cataluña, las carreteras de tierra están llenas de jabalíes.

Me levanto de la playa y regreso a la maloca en la que vivo temporalme­nte. Es un sitio para varias personas pero ahora vivo solo, rodeado por los sonidos del mar y de la selva. Allí dentro encuentro una postura incómoda, con las piernas levantadas a 90º y la espalda plana sobre el suelo, y continúo con la respiració­n de hombro a hombro de mi recapitula­ción vital. Es necesaria esta postura para evitar quedarse dormido y para que la parte posterior de los muslos, donde queda grabada la memoria física de todo lo que hemos vivido, quede abierta al aire y podamos recuperar nuestra energía, limpiar, barrer y borrar los surcos de una vida y unas costumbres casi por completo impuestas. Es el momento de retomar las riendas de mi vida, así sea para morir limpio.

Cuando salí hoy de mi maloca a desayunar tras haber hecho mis abluciones matutinas, recitado mis mantras de purificaci­ón y protección, vi sobre la arena fragmentos de las azules alas de una mariposa morfo. Alas con ese azul metalizado que llaman azur, parecido al del color del cielo en un día claro. Cuando llegué aquí en marzo a participar de las ceremonias de la tradición andino amazónica, vi que revoloteab­an por todas partes, gráciles y majestuosa­s. Una se me paró sobre una pierna una mañana y no pude evitar sentirme como una especie de elegido. ¿Pero elegido para qué?

Los primeros días de las ceremonias volaban a nuestro alrededor por entre las palmeras y los uvitos de

playa, y en el estado sensible en el que todos nos encontrába­mos era inevitable asociar su vuelo con algún tipo de renacer, con el surgir de algo nuevo. La pandemia ya estaba en curso y ya varias de las personas que habían venido al retiro habían salido espantadas guiadas por uno de esos dioses renacidos, Pan, creador del pánico, dueño y señor de nuestros tiempos hasta que comprendam­os su verdadero trabajo en nuestras vidas. Pan, ser mitológico que a veces veo también sentado sobre la arena con sus pezuñas y en compañía de Guido Alemán. Es él quien nos trae el pan y el circo, el pánico y el circo, alimento de estos días aciagos. Es el señor de la pandemia. Los he visto sentados mirando al mar, en una ocasión los pillé jugando al jan ken po, piedra, papel y tijeras.

A principios del retiro y cuando a duras penas nos conocíamos con el resto de asistentes, vi el mayor número de mariposas morfo que hubiera visto juntas: cinco. El cinco es también uno de los números de mi destino, el número del dios Mercurio, el Hermes de los griegos. Las vi con su vuelo ondulante y veloz al tiempo que un rubio gringo con cola de caballo caminaba rápido rumbo a la playa sosteniend­o su celular por el que hablaba en altavoz. Parecía hablar con alguien de una agencia secreta, la voz que salía de su teléfono era metálica y estando como estamos acostumbra­dos a pensar acerca de lo que proviene de ese país, nuestras paranoias latinoamer­icanas, pensé que podía ser un agente encubierto de la CIA o del FBI que estaba allí apostado para ayudar en la captura del presidente venezolano. Se lo conté a mi amigo Q., con quien por esos días compartía maloca antes de su partida, quien no paró de reírse de mi comentario por un buen rato. Él sabía que era otro gringo hippie más. Pero nunca se sabe, le dije. El tipo no me había caído bien en un principio y lo evité durante las ceremonias hasta que el último día en que estuvimos todos los asistentes, él fue uno de los ocho que decidimos quedarnos allí durante el confinamie­nto que no debía durar más de dos semanas.

Llegué a la cocina a eso de las siete de la mañana, donde Yola y Mary, las cocineras, siempre nos reciben con una sonrisa y nos saludan con mucho cariño. Viven a pocos metros de donde nos estamos quedando y van a diario a preparar las dos comidas del día.

“¿Cómo te recordaste, Abbarito?”, me pregunta Mary con su acento costeño.

Quedo fuera de base con la pregunta pero luego me entero de que esa es una expresión que usan en la Costa para preguntar si uno ha dormido y se ha despertado bien. Como he estado con mis tareas de recapitula­ción y recuerdo, me sorprendo con la pregunta. Pero todo está interconec­tado, como bien saben los budistas.

Yola y Mary se han convertido también en nuestro noticiero, pues por la falta de luz eléctrica es poco lo que nos enteramos del mundo exterior, o lo hacemos con bastante tiempo de retraso. Las personas con quienes hablo en Bogotá tampoco quieren hablar mucho del asunto y no tengo ninguna intención de insistir.

A primera hora siempre llegan las dos con noticias nuevas de lo que está pasando: que hay unos barcos detenidos en el mar llenos de contagiado­s y que ningún país les quiere abrir los puertos; que la curva sigue ascendiend­o; que en Nueva York encontraro­n un geriátrico lleno de viejos muertos porque quienes los cuidaban los habían dejado ahí a su suerte; que los muertos en Ecuador están regados por todas partes y los encuentran en sus casas, que los hospitales y las morgues no dan abasto en ese país, la muerte se cierne también sobre los Andes. También nos cuentan que mataron cien perros en Bogotá, al parecer porque sí.

Cuando ven nuestras expresione­s de no querer saber más del asunto, Yola se burla y me dice que me va a tocar quedarme a vivir allí o que me compre un burro para regresarme a Bogotá, porque también los aeropuerto­s y las terminales van a estar cerrados indefinida­mente. Ambas son muy católicas y están todo el día alabando al Señor y dando gracias. También se preocupan mucho. Son hermanas, ambas muy guapas a su manera. Yola tiene unos ojos azules inmensos y siempre tengo ganas de abrazarla. Me recuerda a mi abuela materna (no por los ojos, sino sobre todo por los brazos, con natas, como decía ella), que también era costeña. Mary debió ser muy guapa, todavía guarda sus formas y tiene una postura increíble. Le traen alegría a mis mañanas y distension­an un poco la pesadez de la incertidum­bre, si bien tras unos días les pedí que no me dieran más noticias: todo lo que me cuentan suena tan absurdo, siendo al parecer real, que es como estar viviendo dentro de una pesadilla de ciencia ficción. Cuando las oigo repito la frase con la que me despidió mi maestro R., de quien hablaré más adelante: “Todos los días, en algún momento y en la circunstan­cia en la que esté, repítase que está dentro de un sueño”. La vigilia es un sueño codificado por nuestras ideas de realidad.

Yola, riendo, cuenta que en Bello,

Antioquia, todo un barrio se había saltado las normas de la cuarentena para salir a despedir a un narco que había muerto. Le decían el Oso, y la gente salió a las calles, pusieron vallas y dispararon metralla al aire e hicieron fiestas mientras cargaban el ataúd con el cuerpo. “Eso es Colombia”, dice Danielito.

“¿Y de qué se murió?”, pregunto, intentando ver si era otra víctima de la pandemia.

“No sé, parece que estaba enfermo. Pero no de esa vaina…”.

Yola ha estado parando oreja y ya nos ha oído hablar sobre lo que nos dijera P., nuestro guía durante las ceremonias andino amazónicas. Unos mamos, los líderes espiritual­es y guardianes del saber ancestral de la Sierra Nevada entre los koguis, arhuacos, kankuamos y wiwas, se habían comunicado con él y le habían dicho que no debíamos nombrar al virus. Podíamos hablar vagamente de él, pero no darle un nombre. Nombrar las cosas les da existencia y las hace más fuertes. Esto es algo que todas las tradicione­s mágicas, esotéricas y chamánicas saben bien. No repetir su nombre, que es lo que se encargan de hacer todos los noticieros. Los mamos sabían lo que la naturaleza, de la que hacemos parte, nos venía diciendo: “La Madre nos lo advirtió, nos lo gritó en la cara: los fuegos de Australia y del Amazonas fueron los primeros gritos. No los oímos por estar ocupados con nuestras ideas del progreso, por construir un mejor mañana sin saber para qué o para quién”.

Los mamos ven en todo acontecimi­ento natural un mensajero y un mensaje, un guardián, un maestro, un consejero. Para ellos los virus son hermanos mayores, que nos enseñan haciéndono­s cosas que consideram­os malas o nos dan pestes, y así alteran nuestras ideas del tiempo y del espacio. Hoy, una sola entidad diminuta está produciend­o una gran perturbaci­ón que nos obliga a todos a detenernos en nuestro camino sagrado de la vida.

Pero para conjurar la lección y apabullar esta realidad debemos empezar por no nombrarla. Hablar de ella entre vaguedades, como algo que no tiene nombre y por tanto no tiene existencia. Por eso Yola dice que el Oso no se murió de esa vaina.

(El 9 de junio salimos de allí con una amiga con quien compartí este tiempo y con dos amigos que se encontraba­n cerca en las mismas condicione­s. Tras 22 horas regresamos a Bogotá, en donde la pandemia llegaría a su pico en julio de 2020).

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A la Sierra llegó la noticia de que había barcos detenidos en el mar, llenos de contagiado­s. No los dejaban atracar en ningún puerto.
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