COCINAS DEL MUNDO
EL HOGAR DE LOS AMANTES DE LA CAFEÍNA SE CONVIRTIÓ CON LOS AÑOS EN UNA INSTITUCIÓN Y EN UNA ATRACCIÓN EXQUISITA. EN LOS CAFÉS DE VIENA, TIEMPO Y ESPACIO SE CONSUMEN, PERO SOLO SE CANCELA UN CAFÉ MÉLANGE, ACOMPAÑADO DE UN STRUDEL DE MANZANA INOLVIDABLE.
La taza de café, solo una coartada Recetas
ANTES DE ENTRAR EN UNO DE ELLOS, CONVIENE
saber algo: pase y tome asiento. No espere a que el mesero, vestido de riguroso blanco y negro, le invite hacerlo. Pida el primer café. Por aquí el tinto es un schwarzer. Olvídese de que le ofrezcan un segundo. Tampoco conf íe en que le traigan la cuenta. Lo que quiera, pídalo. El señor Querfeld, actual propietario del Café Landtmann, fundado en 1873, confiesa que quiere hacer un folleto que explique cómo funcionan. La tradición de los cafés de Viena se remonta al siglo XVII. Se distinguen por un ambiente muy específico que sedujo a la Unesco y los declaró Patrimonio Cultural Inmaterial en 2011.
Hay que retroceder varios cientos de años para entender el vínculo entre la capital austriaca y estos establecimientos. Existen dos versiones que se pueden conectar.
Por un lado, el cuento de un comerciante polaco llamado Georg Franz Kolschitzky y que, aprovechando la huida de los soldados turcos, tras su fallido segundo intento de asedio a la ciudad, se hizo con los sacos de granos de café que abandonaron. En 1683 consiguió una licencia oficial para su comercialización. La otra historia cuenta que en 1685, Johannes Diodato, espía al servicio de Leopoldo I de Habsburgo, nacido en Estambul y de origen armenio, abrió la primera casa de café en Viena mediante un privilegio imperial. Gracias a sus raíces familiares sabía cómo preparar esa bebida que ya se consumía en Venecia, Londres, Marsella, Hamburgo y París.
En el tránsito de los siglos XIX al XX, tomar café en Viena se convirtió en un arte. Los locales se decoraron para no desmerecer ni a sus ilustres clientes, quienes estaban revolucionando los paradigmas sociales y culturales del momento, ni a la bebida que empezaba a ser tendencia. Todavía hoy estos lugares, sagrados para unos pocos, conservan aquellos elementos que los dotan de identidad: como las enormes lámparas que iluminan la sala proyectando una luz sombría y amarillenta. O las paredes, en las que cuelgan espejos y ostentan murales serigrafiados y revestimientos de madera. También están las sillas Michael Thonet que chirrían al moverse sobre el parqué, las mesas de mármol y los bancos tapizados en terciopelo rojo. Monika Staub, dueña del Café Sperl, el único en Viena que conserva su interior original intacto, de estilo jugendstil (variante
del Art Nouveau), desde que abrió sus puertas en 1880, afirma: “La gente que viene me pide que no cambie nada”.
Deben ser los mismos nostálgicos que pueden devorar El mundo de ayer de Stefan Zweig en los divanes afelpados de estos espacios. Como Sigmund Freud, a quien le gustaba pasarse por estos lugares y dar lecciones sobre la interpretación de los sueños, compartir su visión de la sexualidad y explicar sus experimentos con la cocaína a la clientela. Por cierto, en 1856 se permitió la entrada a la mujer, pues hasta esa fecha la única que había en un café era la cajera.
Ya hemos dicho que hay que pedirlo, no esperar a que nos lo ofrezcan. El problema son las 40 variedades de café que existen y la media docena de maneras que hay de combinarlas con leche, crema y espuma. Sin olvidar, el helado de vainilla, el ron, el brandi, el licor de naranja y el whiskey irlandés. Hay unos que se sirven en taza (pequeña, mediana o grande) y otros en vaso alto de cristal con y sin asa.
A base de moca están el Mélange, café solo largo con espuma de leche; el Franziskaner, un mélange con crema, o el Einspänner, doble espresso con crema. También el Fiaker, café solo con algo de ron o el Wiener Eiskaffee, café frío con helado de vainilla y crema.
Por otro lado, estarían los que por su denominación hacen referencia al tamaño y a la crema que se ha usado para su preparación. Un Kleiner Mocca uno servido en taza pequeña. Un Kleiner Brauner es un moca servido en taza pequeña con extra de crema. Un Großer Mocca es un doble, y un Großer Brauner, un doble moca con extra de crema. La verdad, es más sencillo tomarlo que pedirlo.
Independientemente de cuál elija, siempre lo acompañará una pequeña bandeja metálica en la que se sirve un bocado dulce y un vaso de agua para limpiarse el paladar. En los locales más puristas, en los que se estila la etiqueta de la Casa de los Habsburgo, colocarán la cuchara de café boca abajo en la parte superior de la taza o vaso para indicar que el agua ha sido recién servida.
Tomar café por aquí es otra cosa. Algo que se hace con gusto y muchas veces. En el Café Central, fundado en 1876, durante el fin de semana se sirven cerca de dos mil. Los austriacos toman unas 2,6 tazas al día, lo que se traduce en ocho kilos de granos al año. Sí, así es, son uno de los mayores consumidores de esta bebida en el mundo.
A pesar de esos datos, las casas de café tienen que lidiar con la fórmula 1-2-3-4, que equivale a 1 mélange, 2 vasos de agua, 3 periódicos y 4 horas de estancia. Total: 3,90 euros. Durante el tiempo que se está se puede disfrutar de la música de un piano, jugar al billar, conversar, besar… incluso ver cómo se besan otros. El escritor Alfred Polgar, un asiduo del Café Central, describía a la clientela como personas que “quieren estar solas, pero necesitan compañía para hacerlo”. La taza de café es solo una coartada.
Si se quiere gastar más, también se puede. Dentro de estos decimonónicos y suntuosos lugares suele haber parqueado un provocador carrito repleto de dulces: tarta Sacher, Esterhazy, punschkrapfen, strudel de manzana y otras delicias pasteleras que lucen igual que si fueran joyas. Los platos salados también tienen su lugar. Son una buena oportunidad para degustar los grandes clásicos de la gastronomía local. Dos apuestas ganadoras son el estofado de ternera y el Wiener Schnitzel. También está el escalope que vino de Milán y se sofisticó en Viena; la carne de ternera, sal, harina, huevos, pan rallado, aceite para freír y gajos de limón son sus ingredientes. Poca cosa más hace falta para empezar a profesar la cultura del hedonismo y emular a ese tipo vienés denominado Lebenskünstler, aquel que sabe del arte del buen vivir y lo profesa con devoción.
H. C. Artmann, escritor, poeta y traductor austriaco, dijo que “mucho no se hubiera hecho, hablado o pensado” de no haber sido por alguno de estos cafés. Resulta que sí, que el tinto en Viena es una maravillosa excusa.