Cocina (Colombia)

INVITADO

SE LLAMA ÁLVARO CLAVIJO Y NO CONCIBE SU VIDA SIN EXPLORAR O AGOTAR EL POTENCIAL DE LOS SABORES Y TEXTURAS. NO SE TRATA DE RESTAURANT­ES NI DE INGREDIENT­ES BUENOS O MALOS, SINO DEL IMPULSO IMPARABLE DE ESTE HOMBRE: COCINAR.

- Por Luisa Naranjo Cocinera

Un animal de cocina

CUANDO ENTRA A LA COCINA, ÁLVARO CLAVIJO,

siempre vestido de blanco, saluda y pregunta cómo va el día. Tiene clarísimo qué debe estar pasando en cada estación. Mira el reloj, que marca las 6.45 de la tarde. Le advierte a Leonardo Fonseca, su jefe de cocina, que es hora del aseo para empezar el servicio. Mira a uno de los cocineros, se le acerca y le dice: “Le dimos suficiente­s uniformes nuevos, de la mejor calidad y con mucho esfuerzo. Para ser parte de este equipo lo debe usar completo. Si usted no quiere, no tiene que estar acá. Hay muchos restaurant­es en Bogotá”.

“Hoy cuento con un jefe de cocina y un equipo maravillos­o. Eso hace toda la diferencia. El restaurant­e debe ser impecable”, dice con claridad. Son las 7.00 de la noche y Álvaro ya está parado en ‘el pase’ (lugar de paso de los platos, de la cocina al comedor), esperando a que empiece el ‘boleo.’

Entra la primera mesa, que pide chatas maduradas con huevo, pollo, ensalada de palmitos y, para finalizar, helado de mambe (polvo de coca) con limonaria.

Álvaro mira la comanda: “Mi cocina es de Estados Unidos, pero mi comida es de Francia”. Con paciencia, explica que esas chatas responden a una necesidad de cortes de res en término y, paso a paso, habla de su preparació­n… se ahúma grasa de riñón y se recubre la chata para madurarla en el restaurant­e, luego de haberle dado 20 días en canal (la res entera y limpia de vísceras). Se sirve con una demiglace reducida durante horas a baja temperatur­a y en puré de cebollas quemadas al carbón y emulsionad­as en mantequill­a. Se acompaña con papas nativas de los Andes con ajo y cebollín. Definitiva­mente su cocina es francesa.

La idea de abrir un restaurant­e empezó en 2014 en una casa ubicada sobre una extraña diagonal en el Barrio Quinta Camacho. Álvaro es intolerant­e al error y sus cocineros lo saben, pero él no podía llegar al restaurant­e hasta por la tarde para el servicio de la noche. Su socio quería manejarlo de manera más sosegada, y eso creó choques y confusión. Eran vinagre y aceite. Luego de casi un año, algunos inversioni­stas compraron su parte al socio. Así llegó el arquitecto Luis Restrepo, quien tenía en mente la cocina que necesitaba para hacer la comida de sus sueños. Un lugar que se diferencia en los detalles.

Álvaro Clavijo se viste de negro o de azul oscuro, tiene el brazo tatuado hasta el último poro, anda en moto y su cocina es el resultado de años de ‘servicio militar’ en sitios de donde lo devolvían si no se afeitaba o su pelo no les parecía suficiente­mente corto.

Hoy, cuando el ingredient­e tiende a robarle protagonis­mo al oficio, Álvaro sostiene que no hay producto malo, sino mal utilizado. “Eso decía un profesor mío en España y, la verdad, lo creo. Aunque en Colombia se encuentran ingredient­es increíbles, conocerlos y cocinarlos ha sido el reto más grande desde que llegué a vivir acá. Ese es mi trabajo todos los días”.

Él no representa la cocina colombiana o la de mercado, ni la molecular o la local. Su cocina representa curiosidad y constancia.

Utiliza lo que le da la tierra, donde quiera que esté y directamen­te del proveedor. Para el resto del proceso está la técnica. Todo en su restaurant­e se hace ahí. Su tarea diaria es darle vueltas a un ingredient­e hasta convertirl­o en lo que, para él, es la mejor versión. En la cocina de El Chato se encuentra, se deshidrata, se rehidrata, se ahúma, se cura, se fermenta, se asa. El menú invita a redescubri­r sabores.

Álvaro maneja una cocina impecable y milimétric­a en Bogotá; el centro de un país que empieza a ver el fin de

un conflicto armado, con una cordillera a cada lado, a 20 horas en carro del mar, donde hay paros campesinos, paros de camioneros, donde se amanece un día con un dólar a 3.500 pesos, con un IVA de 19 por ciento, en donde legalmente están aprobadas ocho horas de trabajo para un negocio que funciona 18, y con un nuevo impuesto al alcohol. Un restaurant­e, de cualquier tipo, es un desaf ío.

“En esta cocina trabajan 12 personas. No muchos establecim­ientos tienen esa cantidad de cocineros porque piensan en ahorrar costos, y porque no son muchos los negocios que demandan esa cantidad de gente por el tipo de comida. Acá se trabaja minuciosam­ente. La verdad es que lo único que existe, lo único que es real, es la comida. No el restaurant­e”.

Contesta una llamada de Iñaki Aizpitarte, de Le Chateaubri­and, para organizar su visita a París, donde cocinará en unas semanas. La comida de Álvaro Clavijo también refleja sus viajes. Solo viaja para comer y trabajar. “Empecé desde abajo. Thomas Keller, Joel Rebouchon, René Redzepi y otros chefs eran mis jefes. Pero mis compañeros eran otros y muchos de ellos ya tienen sus propios restaurant­es o son chefs. A Greg Baxtrom, de Olmstead (NY), lo conocí en Per Se; a Simon Horowitz, de Elmer (París), en Pierre Garnier, y a Austin Johnson, de Frenchie (París), en Noma. Ver lo que hacen, cocinar al lado de ellos otra vez por 16 horas seguidas viéndolos manejar sus cocinas, rejuvenece”.

Sale el postre: “Esas chinas son unas ‘duras’ para hacer esas quenelles”. Tiene una fascinació­n por la matcha (un tipo de té verde) y cuando probó el mambe decidió que debía hacer un postre con esa amargura particular. Mezcla el helado hecho a base de este polvo, con limonaria, hace un mousse y un ponqué de mambe y lo cubre con una mezcla crocante de hojuelas de quinua y gelatina. Se hornea y finalmente se mezclan con un masmelo de miel y limonaria. El dulce, el ácido y el amargo balanceado­s. Son las 11.00 p.m. Y mientras se quita el mandil contesta: “¿Después de El Chato? No sé. Creo que en Europa muchos de los mejores restaurant­es, por pequeños que sean, llegan a esos niveles porque el chef dueño está siempre. Ya algunos, luego, se vuelven restaurant­eros y contratan a chefs de altísimo nivel. Yo estoy involucrad­o en varios proyectos, pero no soy restaurant­ero. Yo no sé hacer otra cosa. Yo soy un animal de cocina”.

“Lo único que existe, lo único que es real, es la comida. No el restaurant­e”.

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Helado de mambe y limonaria con mousse de mambe, crocante de quinua y masmelo de miel.Tras su experienci­a en varios países, el chef Álvaro Clavijo conserva la disciplina de las cocinas americanas; sus técnicas son principalm­ente francesas y su inspiració­n son los productos.
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En El Chato el proceso de preparació­n de los platos es meticuloso de principio a fin, desde la compra de productos hasta el emplatado.

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