PASTA HOY Y SIEMPRE
NO HAY NADA MÁS COMÚN EN EL MUNDO QUE COCINAR Y COMER PASTA, ESA MASA COMPACTA, DURA Y MALEABLE HECHA A BASE DE HARINA DE TRIGO MEZCLADA CON AGUA, A LA QUE SE LE PUEDE AÑADIR SAL Y HUEVO. PERO ¿A QUIÉN SE LE OCURRIÓ COMBINARLOS?
ALGUNAS PERSONAS LA COMEN CON
tenedor y otras con palillos. Apenas quedan ya las que se la llevan a la boca con las manos, como le gustaba comer los macarrones al rey napolitano Fernando I. Mitos y críticas alrededor de la pasta hay tantas como sus geometrías. Es el plato que todo el mundo sabe preparar, que no tiene sofisticación alguna, la comida de los pobres o que es como el pan, solo que la hierves en vez de ponerla en el horno. Max, cocinero veneciano de su restaurante Xemei, en Barcelona, sale en defensa de la pasta argumentando que el pan es uno de los ingredientes más importantes y dif íciles de encontrar bien hecho y añade: “Si tienes una buena pasta, pan, aceite y café puedes montar un restaurante”.
También se habla mucho acerca de su origen. A principios del siglo XX la comunidad italiana de los Estados Unidos desarrolló una estrategia publicitaria para vender pasta
en ese país. La campaña decía que fue Marco Polo quien la introdujo por Venecia a la vuelta de su viaje por Oriente. Es posible que por el Véneto sí entrara la pasta fresca que se elabora a partir del trigo tierno y huevo, como la que hacen los chinos.
Sin embargo, la italiana más popular, la que se elabora a partir del trigo duro, está ligada a los pueblos del Norte de África. Fueron ellos quienes invadieron Sicilia en el siglo VIII motivados por la idea de que allí se encontraba el paraíso. Al contemplar la aridez del lugar y que los acueductos romanos no funcionaban, la solución la buscaron bajo sus pies. En el subsuelo construyeron galerías de canales llamadas qanats, que abastecieron de agua a Palermo. Embellecieron estas ciudades con castillos, jardines y fuentes y las surtieron con productos desconocidos por los locales: limón, almendra, espinaca, alcachofa, berenjena, garbanzos y trigo duro, la esencia natural de la pasta, a la que los árabes llamaban itriyya.
En los molinos de agua el grano se molía, después se cernía con un cedazo y se obtenía el salvado. La masa resultante la mezclaban con agua y la trabajaban. Una vez la itriyya se secaba, a la sombra, era exportada al resto de Italia. De esta manera, los árabes introdujeron la pasta seca (la fresca no se podía conservar por mucho tiempo ni transportar muy lejos) y el negocio alrededor de ella.
Los habitantes de Nápoles, desde los lazzaroni (los más pobres de la clase baja) hasta los nobles, pronto fueron apodados los ‘come macarrones.’ La ciudad napolitana se convirtió en la capital de la pasta (hecha con harina de sémola de trigo duro y agua) gracias a la prensa de extrusión (con la que esta adquiere diferentes formas) y a sus métodos de secado.
Por su parte, la vecina localidad de Gragnano cuenta con un agua rica en sales minerales y un microclima en el que confluyen los vientos Ponentino (seco) y Vesubiano (cálido y húmedo), perfectos para secar la pasta. La que se consumía en el siglo XVI era muy distinta a la actual. Se hacía con harina de trigo duro, miga de pan y agua de rosas. Después se combinaba con canela y comino, y se le espolvoreaba azúcar. La posterior adición de salsas (tomate y pesto) requirió del invento del tenedor de cuatro puntas para comerla de una manera limpia y decorosa. Al tiempo que se idearon máquinas de amasar y prensar en aras de mejorar y aumentar la producción. De esta manera su precio bajó y se convirtió en el alimento de la gente.
La industrialización de la pasta mecanizó un proceso artesanal y le robó parte de su historia. De su encanto. El señor Chan, cocinero del rey de Tallarines en Madrid, explica orgulloso que en su restaurante la pasta fresca la hacen a mano y en vivo según el método tradicional La Mian. Técnica que requiere fuerza en las manos y que consiste en transformar, por medio de estirados y acrobacias, una bola de harina de trigo tierno, mezclada con agua y sal (y a veces con huevo), en unos gruesos y largos tallarines. A continuación los deposita en un gran wok a fuego alto y los saltea con verduras, marisco, pato, pollo o ternera. El regado de salsa de soja es al gusto del consumidor.
Ya sea en los tallarines con gambas del señor Chan o en el tagliolini al tartufo del cocinero piamontés Davide Bonato (del restaurante Gioia en Madrid), se observa que la pasta siempre se sirve acompañada. Lo que es- tá cambiando son los ingredientes con los que se prepara la masa. La quinua y el arroz integral, por ejemplo, son la alternativa para los celíacos (la pasta tradicional contiene gluten). Por un lado, se tiende a platos más ligeros y saludables, y por otro, los cocineros trajinan para seguir provocando al comensal curioso. Ese que se sienta a la mesa y primero come por los ojos una lasaña deconstruida o un tortello relleno de calabaza picante con masa de pasta de cacao. Platos vanguardistas asentados en la tradición, igual que la pintura cubista o la poesía dadaísta rompieron con el academicismo.
Lo que no cambia es que comer pasta es divertido y algo sucio, y que los que no somos italianos seguimos cometiendo los mismos errores a la hora de cocinarla: hervirla demasiado, echar aceite en el agua y añadir poca sal. Siempre se nos pasa que la pasta se come al dente.