LAS MIL CARAS
DEL TEMPRANILLO
Las viñas más valiosas de Ribera del Duero están en sitios raros. Para llegar hay que dejar los carros a medio camino y subir laderas por caminos de herradura. Otras están entre arroyos que se crecen en el invierno. Algunos bodegueros dicen, con razón y con orgullo, que su tempranillo viene de la “Siberia castellana”, de lugares que no servían para plantar granos ni para tener animales de granja. Lugares que el destino eligió para que lo único que creciera fuera un vino con un sello inconfundible de la tierra.
A dos horas, por una autopista desde Madrid, queda Ribera del Duero. Es una de las denominaciones más reconocidas de España: si un vino viene de uvas cosechadas en un área que se extiende –a grandes rasgos– entre Valladolid y Soria, puede llevar ese sello de origen.
El río Duero fue el límite natural entre la España cristiana y la musulmana. Por eso los viñedos de Castilla son casi un símbolo de resistencia cultural. Durante la dictadura, Francisco Franco empezó a comprar cantidades descomunales de grano para que nunca faltara el pan en las mesas de la patria y los campesinos arrancaron las viñas centenarias para reemplazarlas por trigo, centeno y cabras. Por eso, los viñedos centenarios quedaron relegados a los sitios más agrestes de la zona. Luego, en la década de 1980, cuando regresó la democracia, el vino revivió y una mata de tempranillo fue tan valiosa como una mata de granitos de oro.
Uno de los primeros fue Antonio Fernández. A sus 85 años, vive en una casa al lado de su bodega en Pesquera de Duero y en verano se levanta a las cuatro de la mañana para abrir las puertas de la sala de barricas y dejar que el viento frío refresque el ambiente. En los años setenta compró un lagar del siglo XVI, donde la cooperativa de la zona hacía su vino: él no solo se atrevió a rescatar las uvas de su tierra, sino que se fue en su carro a vender las botellas en Madrid y Andalucía.