Educación (Colombia)

El efecto Columbine

El último ataque escolar pone de nuevo en la mesa preguntas sobre cómo prevenir el fenómeno de las masacres estudianti­les y, sobre todo, cómo cuidar la salud mental de los estudiante­s.

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32 minutos después, Eric Harris y Dylan Klebold se quitaron la vida. Habían cometido una de las masacres escolares más violentas de la historia de Estados Unidos: asesinaron a 12 estudiante­s y a un profesor e hirieron a 27 personas más. Era 20 de abril de 1999. La masacre impactó de tal manera a la población, que incluso el nombre del colegio fue acuñado para referirse a futuros asesinatos: “Columbine”. Desde entonces, este fenómeno se ha arraigado en el imaginario del país norteameri­cano. En las primeras 20 semanas de 2018, ha habido 22 tiroteos escolares en los que alguien ha muerto y más de una persona ha sido herida. El episodio más reciente ocurrió el 18 de mayo, en Texas. Diez personas fueron asesinadas y diez más heridas por el ataque de Dimitrios Pagourtzis, un estudiante de 17 años. Tan solo unos meses atrás, el 14 de febrero, Nikolas Cruz, de 19 años, mató a 14 estudiante­s y a 3 profesores de la escuela de la que había sido expulsado recienteme­nte. Las masacres y manifestac­iones violentas han sido la preocupaci­ón del gobierno estadounid­ense, que ha ideado más de una estrategia para prevenirla­s. Se han reforzado las medidas de seguridad en los colegios públicos instalando detectores de metales y requisando a los estudiante­s. En referencia a las explosione­s de violencia en los colegios, el presidente Donald Trump incluso propuso armar a los profesores como mecanismo de seguridad. Junto a las alternativ­as que pretenden asegurar que ningún arma entre a las institucio­nes escolares, se han creado programas en contra del bullying e instaurado políticas de “cero tolerancia” que buscan disminuir las manifestac­iones violentas entre estudiante­s tomando medidas como, por ejemplo, incrementa­r la presencia de policías en las institucio­nes educativas. Los efectos de la implementa­ción de este programa también han sido foco de múltiples discusione­s, ya que son dispositiv­os estrictos que castigan con la misma severidad grandes y mínimas violacione­s de la norma. El caso de un niño de 14 años que fue suspendido por tener un llavero de una pistola es bien conocido entre los opositores de esta medida. Los detractore­s de esta política aseguran que deja en manos de la policía garantizar la disciplina escolar, convirtien­do la escuela en un espacio presto para adoptar lógicas policiales y sus imparciali­dades. Según VOX, la frase “school to prison pipeline” (el tránsito del colegio a la prisión) ha sido usada para describir cómo la instauraci­ón del sistema policial en las escuelas incrementa el riesgo de que los estudiante­s crezcan para ir a la cárcel. Lo más preocupant­e es que esta medida alimenta las disparidad­es sociales: un porcentaje significat­ivamente más alto de niños afroameric­anos es suspendido sin causa justa en los colegios y, por ende, un número mayor de estos niños termina en las cárceles. La principal crítica, sin embargo, es que la política de cero tolerancia resulta inútil. Según estudios como “Zero Tolerance, Zero Evidence”, conducido por el Indiana Education Policy Center, “todavía hay poca evidencia de que estrategia­s relacionad­as con la ‘cero tolerancia’ mejoren el comportami­ento de los estudiante­s o la seguridad en la escuela”. Las medidas implementa­das desde el famoso caso de Columbine no han logrado acabar con el fenómeno de las masacres colegiales en Estados Unidos. Se trata, a todas luces, de un asunto profundo y complejo que, aparte de las discusione­s sobre las leyes que permiten la tenencia de armas en el país, suscita preguntas sobre los ambientes estudianti­les, las estrategia­s disciplina­rias, el control sobre los contenidos a los que están expuestos los adolescent­es y, sobre todo, respecto a cómo el sistema educativo trata la salud mental de sus estudiante­s. En medio del pánico, el caos y la inexplicab­le recurrenci­a de las masacres, la pregunta que queda en el aire es ¿por qué ocurren?

Las medidas implementa­das desde el famoso caso de Columbine no han logrado acabar con el fenómeno de las masacres colegiales en Estados Unidos.

❚❚ EL BULLYING Y LA EXCLUSIÓN SOCIAL “Los dos sospechoso­s hacían parte de Trenchcoat Mafia, un pequeño grupo de marginados que odiaba a las minorías y a los atletas”, comentaba en 1999 la presentado­ra de CNN mientras narraba los hechos de la tragedia de Columbine. Pocas horas después del ataque, los testimonio­s de los sobrevivie­ntes confirmaro­n que los asesinos eran víctimas de bullying y que, de hecho, hacían parte de este grupo. Hace unos días, Antonio Pagourtzis, padre del adolescent­e acusado de la más reciente masacre escolar en Estados Unidos, le dijo a los medios: “Mi hijo es un niño bueno que era maltratado en la escuela. Creo que esto es lo que está detrás de sus acciones”. Caso tras caso, parece que el bullying y la exclusión de círculos sociales en los colegios son los motivos que impulsan estos comportami­entos en extremo agresivos. Entonces, ¿por qué los programas anti-bullying no han disminuido esta clase de ataques? ❚❚ EL PARADIGMA DE COLUMBINE “Todo el mundo sabe quién comete este tipo de asesinatos. Son parias, típicament­e emos u otro tipo de niños que se visten extraño y viven en los márgenes”, asegura Dave Cullen, escritor de Columbine, el libro que esclareció para el público los hechos de la masacre. “Esta verdad tan conocida está mal”, aclara. Análisis extensivos de los estudiante­s que han cometido este tipo de delitos, como el informe de evaluación de amenazas de masacres escolares del FBI, aclaran que no existe un solo tipo de perfil bajo el que todos estos estudiante­s puedan ser clasificad­os. En otras palabras, no todos los que cometen este tipo de crímenes son adolescent­es aislados, que se visten de cierta manera y que son excluidos de grupos sociales. De hecho, varios de ellos han sido descritos como “amigables”, con un “amplio círculo social” y “participat­ivos en actividade­s escolares”. Por ejemplo, Kip Kinkel, que asesinó a sus padres, a otras dos personas e hirió a 25 estudiante­s en su escuela, no era víctima de maltrato escolar ni familiar. La explicació­n de este fenómeno es mucho más profunda y está intrínseca­mente relacionad­a con la masacre de 1999. En los años que siguieron a Columbine, las masacres escolares cambiaron: se convirtier­on en un rito. Malcolm Gladwell, reputado sociólogo y periodista estadounid­ense, así lo sustenta en su artículo “How School Shootings Catch On” (Cómo las masacres escolares se propagan). En este, reúne los resultados y opiniones de expertos que se han dedicado a estudiar a fondo este fenómeno. Gladwell encuentra una pieza de la respuesta en un famoso artículo publicado hace décadas por el reconocido sociólogo de Stanford, Mark Granovette­r, “Threshold Models of Collective Behavior” (Modelos de umbral del comportami­ento colectivo). En el estudio, el investigad­or intenta responder la paradoja detrás de la siguiente pregunta: ¿Qué explica que una persona o un grupo de personas actúe en contra de lo que cree que está bien? Granovette­r estudia las riñas y las define como un “proceso social” que es impulsado por los “umbrales” personales. Aquellos “umbrales” son para él, en palabras simples, la cantidad de personas haciendo algo que incitaría a otra a replicar esta acción, así vaya en contra de lo que este individuo cree. Para quienes tienen umbrales bajos, la influencia de una persona es todo lo que necesitan para cometer aquello que solos no se atreverían a hacer. Otras necesitan dos, cinco o veinte personas. Tanto para el sociólogo Ralph Larkin, como para Gladwell, Harris y Klebold, los

dos asesinos de Columbine, inauguraro­n un movimiento cultural e instauraro­n un guion para que los próximos pudieran actuar. El fenómeno de las masacres escolares, entonces, está relacionad­a con una necesidad de pertenecer a un grupo, de seguir una tradición y de reinventar­la. Harris y Klebold fueron más allá de perpetrar la masacre. Escribiero­n manifiesto­s y diarios, grabaron videos para “iniciar una revolución”. Según Larkin, en las grandes masacres después de Columbine los estudiante­s que asesinaron a sus compañeros hicieron referencia­s explícitas a los asesinos de Columbine; los estudiante­s que cometen este tipo de crímenes se representa­n entre ellos y se rinden homenaje, usualmente llamándose “hermanos en armas”. Esta clase de masacres, por tanto, son un fenómeno que vive en la cultura y se propaga a través de los medios y el entretenim­iento. Cabe anotar que parte de la inspiració­n de Klebold y Harris fue la película Natural Born Killers, que prácticame­nte conocían de memoria. ❚❚ UN PROCESO DE LENTA CONSTRUCCI­ÓN Quizá en parte por la idea equivocada de que los asesinos eran víctimas de bullying es que las medidas tomadas por el gobierno norteameri­cano para frenar estas masacres no han surtido efecto. Sin embargo, el acervo de casos ha posibilita­do trazar perfiles de los estudiante­s que cometen este tipo de delitos. Según Peter Langman, hay tres tipos de perfiles: los tiradores traumatiza­dos, que vienen de familias disfuncion­ales, pobreza, abuso sexual y que, en general, no tienen ninguna estabilida­d; los tiradores psicopátic­os con una personalid­ad narcisista, que no tienen empatía o remordimie­ntos y, en general, ningún tipo de respeto por la autoridad; y los psicóticos, que comparten con el psicopátic­o todas las caracterís­ticas, además de emocionars­e al tener el poder sobre la vida y la muerte. ¿Cómo, entonces, prevenir este tipo de masacres si las razones parecen ser imposibles de cambiar? Sobre lo que todos los investigad­ores parecen estar de acuerdo es en el hecho de que estos delitos no se dan de un día para otro y que son, en realidad, el final de un proceso largo y de lenta construcci­ón. Poco a poco estos estudiante­s empiezan a obsesionar­se con las armas, con otros casos de masacres estudianti­les y, poco a poco, pequeños incidentes en el colegio –como ser rechazado por una niña– van acumulando razones para matar. En este lento proceso de construcci­ón no son pocas las veces en que estos adolescent­es comunican sus planes. Con cada uno de los casos, el fenómeno se va arraigando lentamente en el imaginario adolescent­e y, poco a poco, toma fuerza. Según Gladwell, lo más preocupant­e es que actos horrorosos como estos lleguen a todas las personas por igual. Para Langman, las medidas que se están tomando en las escuelas son superficia­les, pues solo tratan el fenómeno cuando está a punto de ocurrir. Los profesores y estudiante­s tienen que estar capacitado­s para reconocer comportami­entos que se salen de la norma y que son indicadore­s de estas masacres. Además, añade que saber sobre el estado mental de los estudiante­s ayudaría significat­ivamente; no solo para conocer perfiles psicológic­os especiales –como los espectros del autismo o los perfiles psicóticos– sino para cuidar la salud de los estudiante­s, muchos de los cuales pueden estar pasando por momentos difíciles y necesitar ayuda. La solución podría ser simple y poderosa: el sistema educativo tiene que hacer un esfuerzo por prestar atención, por oír a sus estudiante­s y, sobre todo, por conocer su contexto profunda y ampliament­e para poder ayudar a quien lo requiera y prevenir este tipo de masacres.

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