El Colombiano

1.557 días a la espera de la reconstruc­ción

Recorrimos el viejo casco urbano y las obras del nuevo Gramalote en Miraflores. Este año empezaría el retorno.

- Por MARÍA VICTORIA CORREA Enviada especial, Gramalote

En la entrada de la vereda Miraflores hay un letrero, al que se lo traga la maleza, en el que se lee: “Gramalote, una nueva historia”. Justo ahí, inicia un recorrido de 20 minutos por una carretera destapada en la que aparece de vez en vez, una caravana de volquetas. También aparecen de vez en vez unos pedacitos de madera que señalan la que sería la cancha de fútbol, la casa de la cultura, la casa del adulto mayor. Eso es Gramalote hoy: una maqueta sobre la montaña pintada con tronquitos de madera.

Gramalote —ubicado a dos horas de Cúcuta en Norte de Santander— se destruyó el 16 de diciembre de 2010. Dejó cerca de 5.000 damnificad­os que migraron a pueblos vecinos. Lo que ocurrió, según explicaron los expertos, fue un represamie­nto de agua que provocó un deslizamie­nto. En esa Navidad, cuando algunos gramaloter­os dormían en albergues, el Gobierno Nacional comenzó a hablar de la reconstruc­ción como un hecho inminente y tan solo seis días después Santos anunció el reasentami­ento: “Vamos a hacer unos estudios geológicos lo más pronto posible. Vamos a reconstrui­r el pueblo y va a quedar mejor que antes”.

Han pasado 4 años y 2 meses. Han pasado 1.557 días. Han pasado cinco navidades. Y desde entonces el anuncio palpita. A veces la promesa se diluye en discusione­s que parecen no han sido superadas como la elección del terreno del nuevo casco urbano y otras veces se consolida con nuevos anuncios, como que este año —este año— deben estar listas algunas de las obras, de lo contrario,

el ministro Néstor Humberto Martínez, se iría.

Los gramaloter­os quieren creer, quieren que el ministro Martínez no se vaya, que las obras se hagan, pero es que hoy, hoy Gramalote es una montaña, una carretera. En avances concretos aparece que ya se contrataro­n las obras del acueducto y del alcantaril­lado y las obras para la construcci­ón de la vía de acceso. Las obras de urbanismo son las próximas a contratar. En avances físicos se ve una retroexcav­adora que no para y unos trabajador­es que trabajan como hormigas al filo de la montaña aplanando la carretera. La Procuradur­ía y la Contralorí­a General han cuestionad­o los bajos niveles de ejecución. El Fondo de Adaptación dice que los cronograma­s avanzan y que este año se entregarán obras.

**** En la casa de Wilber Rojas todavía lloran al pueblo que fue. Es más, su mamá todos los días, desde hace cuatro años, va a Gramalote a ver morir la tarde. El dolor sigue ahí, al igual que las ruinas de un Gramalote que fue. Que duele.

Que salpica de nostalgias. Que hoy es ruina, pero también esperanza. Es una obra en ciernes que se construye al filo de una montaña. Es un imaginario, son licitacion­es, promesas, el anuncio de una vida nueva que ya viene.

En el viejo Gramalote las ruinas revuelven las tristezas, los recuerdos se acumulan y el ánimo de Wilber se desmorona. Se sienta en la sombra del kiosco del parque principal. Se enmudece. Pues es que para este muchacho —de ojos verdes, con dos hijos, conductor de la ambulancia del pueblo cuando había ambulancia y cuando había pueblo- estar aquí es pasar por el corazón lo que él fue.

Comienza a describir cada cosa como si estas ruinas y esta maleza y este silencio no existieran. Por eso parece que no es marzo de 2015, sino que estamos sentados en el parque principal de Gramalote, diez años atrás. Entonces, en el imaginario, una banda musical toca en el parque. Y hay mercado en el pueblo y los amigos están tomando cerveza. Las jovencitas del pueblo chismosean sentadas en las banquitas de madera. El servicio público de transporte va y viene por la calle principal y la venta de empanadas de arroz está abierta. Las campanas de su iglesia suenan y las familias comienzan a congregars­e en el atrio. “A veces vengo al parque, me siento aquí mismo y me pongo a llorar. Recuerdo que a veces me ponía a tomar y amanecía hablando con los amigos. Por eso es que entra la nostalgia cuando uno piensa en la vida del pueblo, en la vida de uno y en la de mi familia. ¡Todo cambió!, mire, no están las bancas de madera, había una aquí, justo aquí”, dice Wilber, mientras aplasta con los zapatos la maleza.

Cuando la modorra es inevitable, Wilber propone lo que parece imposible: “¿Por qué no entramos al templo?”, dice. Está prohibido, le respondo. Él dice que sí, que claro que está prohibido, que claro que está destruido, que no le diga obviedades, pero que quiere entrar, que entramos con cuidado. La iglesia San Rafael Arcángel se terminó de construir en 1957 y hoy es el símbolo de la destrucció­n. De su estructura queda en firme el ala izquierda. Acepto.

Volvemos a vivir diez años atrás. El relato de Wilber es amargo. Dice que aquí estaban las bancas de la iglesia, que aquí se sentaba su mamá, que aquí estaban los santos, los ángeles. Comienza a caminar por la que era su iglesia. Avanza muy rápido, saltando los escombros y le digo que me espere, que tenga calma. Se devuelve y me da la mano para poder cruzar por un tapiz de maleza, de pedazos de concreto. “¡La iglesia!”, grita. Sigue caminando mientras va advirtiend­o que tenga cuidado con una matas que pican.

Justo en la mitad del templo, —él le dice templo a las ruinas— en el costado izquierdo, se descubre una pared que está en firme como si estuviera pegada con colbón. Mientras me acerco, Wilber dice: “venga, venga, quiero que vea esto”. Y mil millones de pesos están garantizad­os por parte del Gobierno Nacional para las obras de reconstruc­ción de Gramalote.

señala un cementerio que fue. “Aquí están todos los restos, los huesos.... Dejaron los muertos, se da cuenta, dejaron los muertos y se fueron, no vinieron por ellos”. Se indigna. Son más de dos docenas de tumbas a las que nadie llora —algunas vacías, otros con pedacitos de huesos— a las que se las traga la maleza. Wilber avanza por entre los escombros mientras cuenta que desde pequeñito venía a misa, que su mamá lo acostumbró. Mientras detalla todas las misas que aquí escuchó, cruza por encima de un gran pedazo de concreto que corta el paso para llegar hasta el altar, a mi me blo-

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