Entre las tablas de
Esta es la historia de un hombre que, teniendo dos carreras
Tres pasiones tiene José Sierra*: trabajar la madera, las matemáticas y jugar fútbol. Y en eso ha pasado la vida desde los doce años.
Nacido en Buenos Aires y criado en Caicedo. Este rapado hombre del aserrín descubrió primero su amor por la madera. Tenía doce años. Su padre era un curtido carpintero, especialista en pintura y acabado, y el mocoso acudía los viernes por la noche a lijar las tablas y, con el tiempo, a pintar también. Le tomó tanto gusto a este oficio, que no veía la hora de que llegara el viernes para correr a la carpintería. Se esmeraba en pulir las tablas, de modo que si su padre pasaba la mano por esa superficie tuviera la sensación de que estaba acariciando una porcelana.
¿Y saben cuál fue el primer mueble que fabricó completo, sin la ayuda de nadie, para poner a prueba su aprendizaje? ¡Una cama! Él no quiso empezar, como casi todos los aprendices, con un candelabro o una repisa. No; una cama doble, de un metro con cuarenta de ancho, que todavía está en uso: “en ella duerme mi mamá”. Es una cama grande, enchapada y tallada. Me demoré como tres o cuatro meses haciéndola”. Ya tenía cuatro años de estar dedicado a este oficio.
El amor por el fútbol vino poco después. Jugador del Idem Industrial Antonio Meza Naranjo, se pasaba las tardes en Caicedo, por jugar en la cancha de este barrio. Y pronto pasó a hacer parte de la divisiones inferiores del Deportivo Independiente Medellín, donde, según indica, le inculcaron disciplina. Y pasó alejado de los vicios, que, como en todas partes, pululaban, porque cada ocho días les hacían prueba de esputo. Ni un cigarrillo llegó a probar.
Lo que sí aprendió en aquella zona fue a tomar el famoso chamberlain de vez en cuando. Un coctel que ellos mandaban a hacer a unos expertos que, para su elaboración, les pedían alcohol, esencia de vainilla, leche condensada, limones, quisito y un tipo de gaseosa con sabor a caramelo... años tenía José cuando descubrió su amor por trabajar la madera. Desde entonces ha permanecido.
Y el amor por las tablas... las de multiplicar, se despertó en octavo grado, en el curso de Álgebra. Le pareció un asunto tan encantador ese de las ecuaciones y de la factorización, que se impuso como reto resolver todos los problemas de todas las misceláneas que aparecen en la edición conocida por el pintoresco retrato del matemático y astrónomo árabe al-Juarismi.
“Eso fue el amor, pero la pasión por los números se me despertó en décimo grado, en las clases de Física —aclara—. La primera vez que vimos el tema de dinámica, pensé: ‘esta va a ser mi carrera’”.
Así fue. Y tanto a su amor como a su pasión consiguió darles sustento: ingresó a las Universidades de Antioquia y Nacional a estudiar Física Pura y Matemáticas Puras, respectivamente.
“Encontré a unos profesores rigurosos y rígidos: la ucraniana Galina Likosova; el alemán Volker Olsen... Le cuento que no era fácil ganarles la materia”.
No esperó graduarse de las universidades para volver, en 1999, a trabajar de lleno en la ebanistería. Primero, solo en un taller, en el que se encargaba de sacar las tablas de la troza para convertirlas en mesitas de centro de sala. Solo mesas. Después, en talleres grandes donde el trabajo es en cadena: unos arman, otros pulen, otros pintan... Distingue su labor de la carpintería, porque aquella se ocupa de la fabricación de muebles, en tanto que esta, a los elementos que no se pueden mover, como los armarios empotrados.
“Extrañaba el contacto con la madera; me hacían falta mis muebles”. Por eso, si bien vive pensando en números, en los nudos de los problemas no resueltos mientras acaricia la madera, mientras pasa la pulidora por los enchapes del armazón del camarote en el que trabaja hoy, le dedica más horas al trabajo que aprendió de su padre. Es uno de los artesanos de un reconocido taller de Enviga-