LA GUERRILLA DE ALGODÓN DE AZÚCAR
Ahora que en Europa vivimos asolados por una oleada de ataques indiscriminados de lobos solitarios inspirados por la Yihad, la voluntad de dejar las armas de buena parte de la narcoguerrilla de las Farc es una noticia de las que dan para descorchar una botella helada de champagne. Matar siempre ha sido un negocio pésimo, primero porque deshumaniza a quien perpetra el crimen y segundo porque supone grangearse enemigos por doquier que, tarde o temprano, acabarán por pagar con la misma moneda al asesino. Por cada cadáver que se deja en la cuneta, brotan una decena de familiares prestos a la venganza. Y la venganza, otro veneno, es en ocasiones hasta un acto de justicia. Me han leído en estas líneas defender el derecho a la legítima defensa siempre que la Justicia sea tan ciega como para anteponer los derechos de los malhechores sobre el de los honrados ciudadanos. Pondré un ejemplo cristalino: si alguno de mis seres queridos hubiera resultado despellejado bajo las ruedas del camión kamikaze de Niza y llego a agarrar vivo al terrorista no duden que habría mandado al yihadista al paraíso de los matarifes en un santiamén. Porque si matar sale casi gratis, los asesinos creerán que somos débiles y que nuestra sociedad, basada en la bondad del ser humano, merece ser exterminada.
Por eso, cuando leo un extenso reportaje en un suplemento dominical madrileño en el que expistoleros de las Farc de ambos sexos posan casi como Dios los trajo al mundo, sin fusiles ni granadas, expresando sus ansias de volver a la vida civil y dejar atrás su patibularia existencia, no puedo más que celebrarlo.
El problema de este reportaje de el diario “El País” es que nos presenta una guerrilla sin sangre a sus espaldas. Los combatientes, aún calados con boinas y pantalones de camuflaje, se nos presentan con ese halo místico de quien se echa al monte por una causa justa. Ni atisbo de armas en las fotografías que ilustran unos textos a la mayor gloria de la banda asesina más longeva de Iberoamérica. Los pistoleros nos muestran su penoso día a día: pescando, bañándose en el río, cocinando un marrano bien nutrido, plantando yuca y plátanos y hasta revisando su Facebook en un Apple de última generación. Por si fuera poco, el reportaje insinúa que las tropas forman parte de una especie de guerrilla ilustrada que estudia computación y no sé cuántas cosas más en sus horas muertas.
El objetivo, sesgado a todas luces, es vendernos una guerrilla de algodón de azúcar, formada por miles de Ro
bin Hood de la selva capaces de sacrificar sus vidas en pos de ideales supremos que los pobres mortales hemos abandonado para entregarnos a un capitalismo impuesto desde la cuna.
Ustedes como yo saben que este reportaje sesgado obedece a motivos menos altruistas. El diario español en cuestión forma parte de un grupo editorial con fuertes intereses en Colombia. Desde que el también español Grupo Planeta, abandonó buena parte de los proyectos que había iniciado el hoy presidente Santos, ministro de Uribe por aquel entonces, el Grupo Prisa vio la ocasión de quedarse con todo el pastel y se dedicó en cuerpo y alma a cortejar a Santos. De ahí que no resulte extraño el fervor de “El País” y de todo el aparato mediático de Prisa a uno y otro lado del charco por encumbrar el mal llamado proceso de paz y, ante todo, a su mentor.
Desear la paz no ampara prostituir la justicia a la que tiene derecho Colombia.