EL LLAMADO
El ébola era solo un rumor cuando Diana Galvis, bogotana voluntaria de la Misión de Mantenimiento de la Paz en Liberia, escuchó por primera vez la palabra. Era febrero de 2014 y un correo electrónico alertaba que el virus se propagaba desde Guinea. Un niño de dos años, de la ciudad de Guéckédou, muy cerca a la frontera con Sierra Leona y Liberia, había fallecido el 6 de diciembre de 2013, sin haber recibido un diagnóstico que explicara sus vómitos, la fiebre incontrolable y la diarrea. Al parecer, ingirió fruta contaminada por un murciélago portador del virus. Una semana después murió su madre; después, su hermana de tres años, y más tarde, su abuela. Ninguna supo el nombre del mal que las derrumbaba, y de haber tenido conocimiento, sobre todo de que el tacto era la principal forma de contagio, dos vecinas que asistieron al funeral tampoco habrían fallecido, y así sucesivamente hasta infectar a casi 30.000 personas de una decena de países en menos de 24 meses. A Liberia llegó por el norte, y aunque era difícil creer que tocara a la capital, Monrovia, en pocas semanas cientos de desplazados ignoraron los cierres de fronteras internas y huyeron por el temor a enfermarse, por la escasez de alimentos y porque los reductos de la Segunda Guerra Civil, que dejó 50.000 muertos en 2003, volvían a tomar sus fusiles para evadir los controles de seguridad instaurados por la alerta epidemiológica. “Nos tomó por sorpresa, éramos ignorantes, nos asustamos muchísimo”, recuerda Diana, que pese a las adver- tencias de la Misión, de su padre y de la embajadora de Colombia en Ghana, Claudia Turbay, decidió quedarse en condiciones estrictas, incómodas, incluso dolorosas, pero seguras. Como casi todos en Liberia, Sierra Leona y Guinea, su sitio de trabajo habilitó una sola entrada en la que debía tomarse la temperatura y lavarse las manos con agua y cloro. No tocarse era la ley; los abrazos, besos y apretones estaban prohibidos, y algunos optaron por saludarse codo a codo. Las dudas no resueltas sobre lo que sucedía esparcieron el miedo, que para Diana se exacerbaba con el sonido de las sirenas hasta 10 veces al día, los llantos después de las 9 p.m., cuando comenzaba a regir el toque de queda, los muertos extendidos en las calles con piedras o sillas a cuestas en señal de que tenían ébola y Monrovia fantasma, con las calles y mercados sin ritmo, sin fiestas, sin caos. Mientras tanto, en abril, a Guinea llegaba en representación de la UE y de la OMS Jorge Castilla, un colombiano con toda una vida dedicada a atender emergencias: cóleras, hambrunas, guerras, terremotos y desplazamientos en medio mundo, pero nunca antes una epidemia de ébola. Para negociar su partida con on una esposa y dos hijos empleó dos argumentos: “NoNo existe ningún lugar del mundondo donde uno esté seguro” y “no voy a tocar a nadie, por lo tanto no voy a contagiarme”. e”. Como coordinador médico de todas las organizaciones queue cooperaban en la emergencia, recorrió los centros de tratamiento y vio que los ciclos normales de tres meses de una epidemia no se cumplían, sino que con el tiempo los casos se multiplicaban. “Cuando destapamos la olla, el problema ya era gigante”, lamenta, y recuerda al primer paciente que vio en Guinea: frágil, incapaz de moverse, con una falta de energía pasmosa. También, la incapacidad de los hospitales de Monrovia y el hecho de que el cuidado de los seres queridos y los baños rituales para los muertos, que eran los únicos consuelos para las familias, se convirtieron en las formas más comunes de contagio. Ya entonces, en septiembre, Mónica Trujillo, pediatra opita radicada en India, vio por televisión que el problema se le salía de las manos al mundo y que pocos doctores querían enfrentarse al riesgo. Por eso, después de prometerle a su esposo y a sus dos hijos que regresaría viva, se embarcó a Sierra Leona, al centro de tratamiento de Médicos sin Fronteras en Bo, la segunda ciudad más populosa de esa nación africana. Mónica era consciente de que la mortalidad del virus estaba entre el 50 y el 90 %, pero también sabía que su ayuda era más que indispensable. De 125 pacientes que recibió en un mes, 105 tenían ébola, 48 sobrevivieron y al resto simplemente le cuesta olvidarlos.
“Fue como correr una maratón al ritmo de una carrera de 5k. Había tanto por hacer como incertidumbre”. CHRISTIAN LARA Coordinador de la OMS en S. Leona