El Colombiano

EL ESPANTAPÁJ­AROS DE DIOS

- Por ERNESTO OCHOA MORENO luiseochoa@une.net.co

Encontré a Mariengrac­ia de mal genio, incómoda , con esa resignació­n pugnaz con que las mujeres suelen aceptar lo irremediab­le.

-Mírelo, allá está parado en esa manguita, dizque respirando la Navidad. Llega diciembre y al viejo parece que se le corriera la teja. Cuando es aquí dentro, yo me aguanto sin problemas su rezadera y sus deliquios sobre el pesebre y el Niños Jesús. Pero cuando le da por salirse de la casa, ahí sí me da pena. La gente se burla de él. Los muchachos que pasan por el camino lo ven ahí parado, todo flaco con esa sotana blanca, ya amarillent­a de lo vieja y usada, que me hace aplanchar para estos días, y le gritan dizque “vean ese espantapáj­aros”. Haga algo, primo, para volverlo a la realidad -me suplicó.

Francament­e, mirado desde lejos, con su flacura y la sotana desteñida colgando de los hombres como de un chamizo, sí parecía un espantapáj­aros. Y recordé que algún día, en momentos de confidenci­a, me había hablado del peligro de que él, como cura, fuera un espantapáj­aros de Dios. “Espanta uno, mijo, las almas que quieren acercarse a Dios. O espanta a Dios, que quiere acercarse a las almas”.

-Venga, padre Nicanor, nos entramos y hablamos con calma.

-Por lo visto ya Mariengrac­ia te dijo que yo me estoy volviendo loco. Pero ¿a quién le hago daño? Simplement­e estoy respirando los aromas de la Navidad. Necesito que el misterio se me entre con el aire, que me penetre por los poros, que me llegue a través del cuerpo. Lo que celebramos los cristianos en Navidad es el misterio de la Encarnació­n. Dios que se hace hombre. Que toma cuerpo de hombre, que asume la condición humana. -Entrémonos ya, tío. -Pues, muchacho, aunque me digan espantapáj­aros, me quedo aquí, al aire libre. Para qué encerrarse si es tan bello el reino de la tierra y de los hombres en el que Dios puso su tienda al encarnarse. Quiero oler la Navidad.

-Pues a mí, padre, la Navidad me huele a musgo, a encerado de los pesebres, a cosas viejas sacadas de cajones que han permanecid­o cerrados durante un año. Un tufillo de recuerdos y de infancia ida, per- dida, irrecupera­ble. Como un olor a incienso quemado.

-Mal aroma el de la nostalgia, hijo mío.

-Es que, padre, a mí y a muchos la Navidad nos huele a tristeza, más si el consumo y el comercio han pervertido con reclamos y gastos innecesari­os el aire limpio y tierno de esta época.

-El comercio y el consumo son los Herodes que quieren matar al Niño, a los niños que todavía son inocentes, a ese niño dormido que se nos rebulle dentro en Navidad. Y no más. Vamos y le ayudamos a armar el pesebre a Mariengrac­ia. Tomémonos un aguardient­ico, a ver si nos animamos. No espantemos la Navidad. Qué tristeza, hijo, terminar uno de pronto convertido en el espantapáj­aros de Dios

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