EL ESPANTAPÁJAROS DE DIOS
Encontré a Mariengracia de mal genio, incómoda , con esa resignación pugnaz con que las mujeres suelen aceptar lo irremediable.
-Mírelo, allá está parado en esa manguita, dizque respirando la Navidad. Llega diciembre y al viejo parece que se le corriera la teja. Cuando es aquí dentro, yo me aguanto sin problemas su rezadera y sus deliquios sobre el pesebre y el Niños Jesús. Pero cuando le da por salirse de la casa, ahí sí me da pena. La gente se burla de él. Los muchachos que pasan por el camino lo ven ahí parado, todo flaco con esa sotana blanca, ya amarillenta de lo vieja y usada, que me hace aplanchar para estos días, y le gritan dizque “vean ese espantapájaros”. Haga algo, primo, para volverlo a la realidad -me suplicó.
Francamente, mirado desde lejos, con su flacura y la sotana desteñida colgando de los hombres como de un chamizo, sí parecía un espantapájaros. Y recordé que algún día, en momentos de confidencia, me había hablado del peligro de que él, como cura, fuera un espantapájaros de Dios. “Espanta uno, mijo, las almas que quieren acercarse a Dios. O espanta a Dios, que quiere acercarse a las almas”.
-Venga, padre Nicanor, nos entramos y hablamos con calma.
-Por lo visto ya Mariengracia te dijo que yo me estoy volviendo loco. Pero ¿a quién le hago daño? Simplemente estoy respirando los aromas de la Navidad. Necesito que el misterio se me entre con el aire, que me penetre por los poros, que me llegue a través del cuerpo. Lo que celebramos los cristianos en Navidad es el misterio de la Encarnación. Dios que se hace hombre. Que toma cuerpo de hombre, que asume la condición humana. -Entrémonos ya, tío. -Pues, muchacho, aunque me digan espantapájaros, me quedo aquí, al aire libre. Para qué encerrarse si es tan bello el reino de la tierra y de los hombres en el que Dios puso su tienda al encarnarse. Quiero oler la Navidad.
-Pues a mí, padre, la Navidad me huele a musgo, a encerado de los pesebres, a cosas viejas sacadas de cajones que han permanecido cerrados durante un año. Un tufillo de recuerdos y de infancia ida, per- dida, irrecuperable. Como un olor a incienso quemado.
-Mal aroma el de la nostalgia, hijo mío.
-Es que, padre, a mí y a muchos la Navidad nos huele a tristeza, más si el consumo y el comercio han pervertido con reclamos y gastos innecesarios el aire limpio y tierno de esta época.
-El comercio y el consumo son los Herodes que quieren matar al Niño, a los niños que todavía son inocentes, a ese niño dormido que se nos rebulle dentro en Navidad. Y no más. Vamos y le ayudamos a armar el pesebre a Mariengracia. Tomémonos un aguardientico, a ver si nos animamos. No espantemos la Navidad. Qué tristeza, hijo, terminar uno de pronto convertido en el espantapájaros de Dios