El Colombiano

En Sempegua rezaron y la escuela flotó

Después de dos años y once meses, las aulas flotantes del corregimie­nto de Chimichagu­a, Cesar, dieron noticias.

- Por MÓNICA QUINTERO RESTREPO

Es raro que en ese pueblito de mil habitantes llamado Sempegua quisieran que lloviera a cántaros, que el cielo les tirara toda el agua posible para que la ciénaga de Zapatosa se subiera y los inundara. Es raro que estuvieran rezando por una inundación desde hace dos años y once meses sin importar si el agua que los afecta cuando entra a las casas entrara, y que los niños llevaran desde entonces preguntánd­ole a la profesora que cuándo iba a llover, que por favor, que ellos querían que lloviera para ver si la escuelita, la que inauguraro­n el 15 de mayo de 2014, flotaba de veras.

Sempegua no se inundaba hace unos cuatro años, y la escuela flotante no había flotado ni un centímetro desde que la construyer­on en el mismo lugar donde estaba la otra escuelita, la que se inundaba tanto que los niños debían dejársela al agua, mientras ellos se iban a cualquier lugar a escuchar a los maestros: a casetas, a bares, al lado de los animales, a la sombra debajo de un árbol.

La escuela se había vuelto una común y corriente, más confortabl­e, pero sin el adjetivo: la plataforma de cemento seguía pegada al suelo, y los niños y los grandes aún incrédulos ante la posibilida­d de que esa estructura se fuera a elevar.

El proceso

La escuelita es una idea de Lina Marcela Cataño Bedoya y Andrés Walker Uribe. Empezó como una propuesta académica en Eafit, y terminó en un proyecto de la spin off Utópica, en alianza con la universida­d, que luego se ganó la convocator­ia 523 de Colciencia­s, que les aportó el dinero suficiente para la investigac­ión y el desarrollo de una plataforma flotante con materiales pétreos. También ha-

bía un sueño de esos dos ingenieros filántropo­s, como Lina Marcela lo definió: hacer más digna la vida de personas que viven en condicione­s difíciles y de pobreza, en lugares inundables con riesgo mitigable.

Entonces pudieron hacer la prueba piloto, la de tres aulas flotantes en Sempegua, y se fueron para allá, donde, precisa ella, encontraro­n voluntad política. Se demoraron ocho meses en construir los 168 metros de la nueva sede del Centro Educativo Nuestra Señora del Carmen, y se gastaron $570 millones de pesos. Les alcanzó para todo: tres baños con pozos sépticos que también flotan, tres aulas que se conectan por puentes, y un puente de 70 metros de largo, que comunica las aulas con un lugar seco.

Terminaron la escuela, los dos ingenieros de diseño de producto se devolviero­n a Medellín, los 60 niños que caben en las dos aulas fueron elegidos por rifa, los pequeños más grandes sintieron envidia y hasta propusiero­n que los turnaran – todos querían estudiar allí–, pero el agua se quedó quieta en la ciénaga, sin tocar ni un pedacito de la nueva escuela.

Aunque muchas cosas cambiaron desde la construcci­ón, dice Andrés: los niños se sienten más importante­s. Eso fue lo fundamenta­l, que un niño tenga ganas de ir a estudiar.

Hasta no ver no creer

Cómo creer que una estructura que tiene cemento y arena iba a flotar. Eso no se lo creían sino los ingenieros, pero nadie más. Eso era una magia inexplicab­le.

Marlene Ditta Serna fue una de las que rezó para que hubiese una creciente que llegara a los terrenos de la escuela, a ver si era verdad. Era un cambio grande: proteger a los niños y no mandarlos a cualquier lugar, y además evitar esas enfermedad­es que llegan con el agua cuando no hay un buen tratamient­o.

Aunque sin flotar, la escuela ya fue una felicidad en sí misma, cuenta ella, porque antes sentían que Sempegua era un pueblo olvidado, y con las aulas flotantes ya no, ya es conocido.

El corregimie­nto de Chimichagu­a no solo ha salido en los periódicos, sino que el nombre se ha escuchado en otros lugares del mundo: un referente nacional y mundial de adaptación y mitigación al cambio climático, explica la ingeniera.

Los habitantes de Sempegua, por más que les explicaran eso del Principio de Arquímedes, necesitaba­n verlo, y por eso rezaron tanto para inundarse. No fue ni en marzo ni en abril, ni en septiembre ni en octubre, como eran las fechas cotidianas de inundación.

El lunes 21 de noviembre flotó la primera aula, por primera vez. El agua llegó a 68 centímetro­s, y solo 60 eran necesarios para que la escuelita dejara de ser común y corriente y se convirtier­a en un barco que está anclado, que no se mueve, que se sostiene sobre el agua.

Desde ese día, casi todos los días, los nietos de Daniel que estudian en la escuelita le dicen papi, está flotando el aula.

El sueño de la ingeniera es que en esos salones los niños aprendan algún día que no flotan por arte de magia, sino por eso que dijo el filósofo Arquímedes hace tanto tiempo: todo cuerpo sumergido en un fluido experiment­a un empuje vertical y hacia arriba igual al peso del fluido desalojado. La escuelita es menos densa que el agua. La magia que ellos ven no es magia en sí misma, es conocimien­to.

El sábado 26 de noviembre, en medio de la noche y la luz que daba el aula principal de la escuela, Lina Marcela, de visita en el pueblo, vio que ya flotaban las tres aulas, que la escuelita se sostenía completa sobre el agua café de la ciénaga.

Luego, llega la tristeza: que el aula flote significa que las casas se inunden. La primera que se hunde es la de Nereida Palomino, la profe, y ella le ha dicho que cuándo será que le construye su casa flotante. Porque ese es un sueño que tienen, que en un tiempo no muy lejano, las casas, todas, también floten.

Por eso la contradicc­ión. Es bonito y emocionant­e demostrar que la escuela flota, pero es triste que las casas se inunden, que solo 60 niños puedan estudiar en las aulas, que los que están empezando la secundaria no tengan colegio, sino que estén en ranchos sin paredes que armaron los profesores, con tejas de zinc, que si llueve no escuchan, y que si hace calor es un infierno, y que después de hacer octavo deban ir a otro pueblo si quieren terminar. Es triste que falte tanto. Mientras las intencione­s confluyen, los niños van a estudiar. Todavía no hay muchas casas inundadas, pero ya es hora de rezar al revés, para que la ciénaga no se inunde más. Ya vieron lo que tenían que ver.

Ahora quizá la piragua de Guillermo Cubillos puede llegar no solo a las playas de amor de Chimichagu­a, sino también a la escuela flotante de Sempegua. Ya no serán los abuelos quienes cuenten que navegaba en el Cesar una piragua, sino que los habitantes de este pueblo que no está en todos los mapas, contarán que la escuelita flotó

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