El Colombiano

Un acuerdo para frenar el dolor

Tres exjefes paramilita­res desmoviliz­ados le dan su apoyo al acuerdo con la guerrilla de las Farc.

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Querer encontrar el remedio a un dolor, al de las balas metidas en la memoria. Aprender a conjugar los verbos de la guerra: matar, desaparece­r, extorsiona­r, descuartiz­ar. Y darse cuenta un día de que en los charcos de sangre solo nacen brotes de ese mismo mal que pide venganza; que el dolor solo da la vuelta y vuelve a comenzar en otra memoria que aprenderá a matar, a desaparece­r, a descuartiz­ar...

Oscar Leonardo Montealegr­e, quien fuera el segundo hombre al mando del Bloque Central Bolívar —1.600 combatient­es en tres estructura­s que comandaba alias Julián Bolívar, que fueron al tiempo el miedo y el orden extendiénd­ose por el sur de Bolívar y parte de Santander, llegando en Antioquia hasta Puerto Berrío y Yondó—, dio la orden de matar a un guerriller­o. Se había hecho paramilita­r con el recuerdo de su papá y su mamá asesinados por la guerrilla. Cuando le trajeron la ropa y las pertenenci­as del asesinado, abrió su billetera y encontró en una foto la misma imagen que algún día fue su familia: una pareja de esposos y tres niños.

Con la guerra, el dolor solo da la vuelta y vuelve a comenzar en otra memoria que aprenderá a matar, a desaparece­r, a descuartiz­ar.

Con él, Rodrigo Pérez Alzate —que se hiciera llamar en los noventa Julián Bolívar— y Pablo Prada, que hizo parte del “estamento político” en esos años, empiezan por responder la pregunta obligada:

¿Cómo se metieron en la guerra?

Óscar: “Pensé que yo sería una medicina contra la guerrilla y terminé siendo una enfermedad más. A la edad de cuatro años la guerrilla me mató a mis papás. Me crié en un colegio de salesianos. Un día, un amigo me dijo que si quería vengarme de las personas que me hicieron daño. Desde el asesinato de mis papás hasta ese momento, había pasado necesidade­s, había pasado hambre, frío... A los 18 años no tenía familia y no me importaba nada. Entonces tomé la decisión en tres minutos”.

Rodrigo: “El caso mío es muy distinto. Era comerciant­e de Medellín, de confeccion­es en el sector de Guayaquil. Como la gran mayoría de comerciant­es en ese sector, nos tocaba pagarle una vacuna a la guerrilla, a las milicias bolivarian­as. Las exigencias cada día eran más. Nos pasamos con un hermano a otra ciudad, mientras que otro hermano se quedó aquí y tuvo un momen- to en que no pudo pagarles la vacuna. Lo asesinaron.

En Montería yo ya tenía un negocio de comerciali­zación de ganado, y así fui llegando al Norte de Antioquia, donde viví el conflicto rural. Me tocó ver cómo toda una población estaba sometida a los caprichos de la guerrilla, y que los ortodoxos del marxismo querían imponernos un sistema político a través de la violencia. Cualquier día tomé la desafortun­ada decisión de entrar a las armas”.

Pablo: “Yo estudié para ser sacerdote. Mi ciudad, Barrancabe­rmeja, en ese momento era un lugar donde la guerrilla operaba fuertement­e. Una vez me confundier­on con un militar, porque cerca a mi casa vivía un teniente de la Armada.

Primero me mandaron una razón de que me iban a matar. Yo respondí que no era militar, que estaba en el sacerdocio. Allá por un simple corte militar ya eras objetivo. En ciertos barrios no podías estar, ni a ciertas horas. Y hubo un día en que ya me dijeron ‘vuélese porque viene la guerrilla a matarlo’. Estaba solo con mi hermano pequeño. Como pude, fui donde un tío, que me sacó en un carro de Barrancabe­rmeja. Esperamos al primer bus que fuera para Bogotá.

A los tres años regresé a Barranca, cuando todo supuestame­nte estaba calmado. Pero la guerrilla seguía molestando. Un día, un amigo me dijo que había un curso de liderazgo. Yo le respondí que me gusta estudiar y que yo iba. Lo que no me había dicho era que era un curso para político de las AUC. Así entré, sin saber que el curso lo daba un amigo de nosotros que ya pertenecía a esas estructura­s”.

¿Y cómo decidieron salir?

Óscar: “Llegué al sur de Bolívar. A mí me dijeron que iba a esa región y pensé que era algo como Cartagena, un sitio turístico. Yo ni conocía el mar. Y resulta que llegué a una especie de Vietnam. En el sur de Bolívar se vivía una cruda realidad, con combates todos los días. Ingresé sin saber qué era un fusil. Entré al curso de reclutamie­nto. Me destaqué de entrada, tal vez por la disciplina que aprendí con los sacerdotes, a ser organizado. Con el paso de las semanas me convertí en un comandante, el segundo de don Rodrigo. Y empecé a cambiar el léxico, a conjugar otros verbos que en la vida había utilizado como matar, desaparece­r, extorsiona­r, descuartiz­ar. Eso se convirtió en algo normal para mí.

Pero hubo algo que cambió mi vida. Fue un día que tomé la determinac­ión de que asesinaran a un guerriller­o que habíamos capturado en combate, y que lo desapareci­eran. Se acercó el hombre que había cumplido esa orden, y me entregó las pertenenci­as de ese guerriller­o. Abrí la billetera y —a mí me habían matado a mi mamá y a mi papá, y eramos tres hermanos—, vi una foto de una pareja de esposos con tres hijos. Ahí me di cuenta de que el daño que a mí me habían hecho yo lo estaba haciendo en esos tres niños, que todo lo que yo había vivido lo iban a vivir ellos. Ese día supe que yo tal vez quise ser una medicina y terminé siendo una enfermedad más. Fui donde don Rodrigo, que para esa época era ‘Julián Bolívar’, y le dije que yo me quería retirar. Él me dijo ‘no se retire, estamos en un proceso, desmovilic­émonos’.

Rodrigo: “Conocí a los hermanos Castaño y pasé a formar parte de las estructura­s comandadas por ellos. Terminé en el sur de Bolívar, y allí fue donde realmente viví la crudeza de la guerra. Pero igualmente allí fue donde decidí que estas estructura­s había que desarmarla­s. Nos habíamos convertido en una empresa que entregaba licencias para asesinar. Realmente los comandante­s no teníamos el control de las tropas que supuestame­nte estaban a nuestro mando. Y esa organizaci­ón estaba siendo utilizada para cometer todo tipo de homicidios, en muchísimos casos ajenos a la lucha armada.

Como ‘Julián Bolívar’ duré alrededor de 12 años. Afortunada­mente hoy vuelvo a ser Rodrigo Pérez, el hombre que nunca debí dejar de ser”.

Pablo: “Al comienzo no quería estar en las autodefens­as, pero debido a la presión de Barrancabe­rmeja, empecé como comisario político a hacer contactos con los comandante­s. Pero también un día, cansado de tantas cosas que veía, y de las que hacía parte, cuando se nos dio la orden de desmoviliz­arnos, descansé”.

¿Qué balance dejó el proceso con las AUC?

Rodrigo: “El balance siempre será positivo, desde un proceso de paz que tenga como resultado la dejación de armas de una estructura tan grande como lo fue el Bloque Central Bolívar. En el 2002 estábamos convencido­s de que la violencia no nos llevaba a nada y de que la guerra no estaba dejando buenos resultados, principalm­ente para la población de nuestro país. Sobre todo en esas poblacione­s donde más flagrantem­ente se violaron los derechos humanos, las regiones más apartadas. Porque la guerra en este país se ha hecho, no en las grandes urbes o en las grandes capitales. Por eso el habitante de las ciudades muchas veces se vuelve indolente con lo que le está sucediendo a los compatriot­as de otras regiones”.

Usted se ha abrazado con víctimas como Teresita Gavira, ¿sería capaz de abrazarse con un comandante guerriller­o?

Rodrigo: “Yo hoy por hoy tengo un corazón dispuesto a la paz, a la reconcilia­ción. Y a pesar de que fueron las personas con las que estuvimos enfrentado­s, este es el momento para que se acaben los odios y los rencores, yo creo que este es el momento ideal, el acontecimi­ento más importante que está viviendo el país durante los últimos cincuenta años. Lástima que haya gente que no lo entienda.

Con gusto me abrazaría y propiciarí­a todos los espacios para que podamos establecer un diálogo tranquilo, propositiv­o, todo en la construcci­ón de un país mucho más solidario, más preocupado por atacar esas causas objetivas que nos llevaron a enfrentarn­os durante décadas. Cuando uno tiene la oportunida­d de estar con un grupo de víctimas y escuchar lo que han padecido, uno dice que no hay derecho de que se haya hecho tanto mal”.

Óscar: “En la cárcel de Itagüí tuvimos la oportunida­d de sentarnos con exmilitant­es de las Farc y del Eln y empezar a trabajar no solo en la reconstruc­ción de hechos históricos que habíamos vivido en determinad­as regiones, sino que también nos dimos cuenta de que eran personas iguales a nosotros, que estaban peleando por unos ideales parecidos a los nuestros, que nos habíamos hecho enemigos, pero la cárcel y las experienci­as nos habían vuelto a encontrar en otro espacio, como amigos.

Allá conocimos a Byron,

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