MATAR EN NOMBRE DEL ESTADO
Matar ha estado en el centro de la guerra colombiana. Al igual que en otras guerras del mundo, en Colombia se recurrió al conteo de cuerpos como una forma de contabilizar los éxitos del esfuerzo bélico. Las bajas enemigas se registran en una especie de marcador mortal que, con precisión numérica, da cuenta de quién va ganando. Tristemente, no puedo hablar en pasado.
Para los espectadores, todo esto puede resultar normal, al fin y al cabo: la guerra es violenta, la guerra produce muertos y los mejores muertos son los del enemigo. Como todo se reduce a números y al lenguaje estéril de bajas o neutralizaciones, las muertes carecen de dolor y de tormento. El Ejército colombiano, como casi todos los ejércitos del mundo, adiestra a sus guerreros para que matar al enemigo no sea un tema de emociones. La muerte del enemigo no debe experimentarse como pérdida, sino como ganancia.
Según las tablas oficiales que reportan los resultados operacionales de la Fuerza Pública, la muerte produjo más de 2.000 bajas en contra del enemigo en los años de mayor efectividad del esfuerzo bélico oficial. El contador de esa misma época también da cuenta de la muerte de aproximadamente 500 soldados y policías por año por acción del enemigo. Los datos son fríos: contabilizan, producen un marcador, por ejemplo: 2136 a 528. En un mundo tecnócrata que vive midiendo cosas, la muerte es un indicador de gestión, normal.
El conteo adquiere lógica interna en la organización estatal. La opinión pública reconoce la exposición de restos humanos en bolsas negras como trofeos de la seguridad que tanto se clama; son la muestra de bandidos neutralizados – entre más, mejor.
Para los políticos y los estrategas contar muertos aparentemente tiene sentido. El sórdido proceso de matar y contar cuerpos se instituyó sin ninguna consideración por el peso que tiene privar de la vida a otro ser humano, o peor aún, sin reparo algu- no por el perverso esquema de incentivos que generó maquinarias de muerte al interior del Estado.
Pocos reflexionan sobre lo que hay detrás de la matazón que se exalta o de los sentimientos humanos involucrados en cada muerte contabilizada. Claro, es incomodo y todo está hecho para que, justamente, no lo hagamos. Sin embargo, en este contexto que murmura cambios y transformaciones como resultado del proceso de paz, es conveniente reflexionar sobre lo que implica extender el mandato de matar en nombre del Estado.
El costo de promover la muerte como acción oficial no ha sido tenido en cuenta por una sociedad en guerra, en parte, porque la gran mayoría logra exitosamente evitar sus rigores. Es peligroso que quienes más vociferan guerra y muerte no pierden nada con su continuidad.
En combate o fuera de este, hay un ser humano que debe cargar con el peso inmenso de matar. Quienes matan son supuestos técnicos, ejecutores entrenados, guerreros profesionales que dejan sus sentimientos al lado para cumplir el mandato letal.
Pero esto no es así. No importa el entrenamiento que se tenga, matar genera heridas psicológicas (D. Grossman, On Killing 2009). Por más de que la destrucción del enemigo se tiña de éxito, para los guerreros que matan, la muerte pesa sobre sus vidas. Los asesinatos premeditados que fueron cometidos para inflar el marcador de la muerte pesan aún más para sus ejecutores y quienes presenciaron las dantescas escenas. ¿Pesarán para nosotros?
Según las tablas oficiales que reportan los resultados de la Fuerza Pública, la muerte produjo más de 2.000 bajas en contra del enemigo en los años de mayor efectividad del esfuerzo bélico.
No importa el entrenamiento que se tenga, matar genera heridas sicológicas. Por más que la destrucción del enemigo se tiña de éxito, para los guerreros que matan, la muerte pesa sobre sus vidas.