El Colombiano

MATAR EN NOMBRE DEL ESTADO

- Por MICHAEL REED mreedhurta­do@gmail.com

Matar ha estado en el centro de la guerra colombiana. Al igual que en otras guerras del mundo, en Colombia se recurrió al conteo de cuerpos como una forma de contabiliz­ar los éxitos del esfuerzo bélico. Las bajas enemigas se registran en una especie de marcador mortal que, con precisión numérica, da cuenta de quién va ganando. Tristement­e, no puedo hablar en pasado.

Para los espectador­es, todo esto puede resultar normal, al fin y al cabo: la guerra es violenta, la guerra produce muertos y los mejores muertos son los del enemigo. Como todo se reduce a números y al lenguaje estéril de bajas o neutraliza­ciones, las muertes carecen de dolor y de tormento. El Ejército colombiano, como casi todos los ejércitos del mundo, adiestra a sus guerreros para que matar al enemigo no sea un tema de emociones. La muerte del enemigo no debe experiment­arse como pérdida, sino como ganancia.

Según las tablas oficiales que reportan los resultados operaciona­les de la Fuerza Pública, la muerte produjo más de 2.000 bajas en contra del enemigo en los años de mayor efectivida­d del esfuerzo bélico oficial. El contador de esa misma época también da cuenta de la muerte de aproximada­mente 500 soldados y policías por año por acción del enemigo. Los datos son fríos: contabiliz­an, producen un marcador, por ejemplo: 2136 a 528. En un mundo tecnócrata que vive midiendo cosas, la muerte es un indicador de gestión, normal.

El conteo adquiere lógica interna en la organizaci­ón estatal. La opinión pública reconoce la exposición de restos humanos en bolsas negras como trofeos de la seguridad que tanto se clama; son la muestra de bandidos neutraliza­dos – entre más, mejor.

Para los políticos y los estrategas contar muertos aparenteme­nte tiene sentido. El sórdido proceso de matar y contar cuerpos se instituyó sin ninguna considerac­ión por el peso que tiene privar de la vida a otro ser humano, o peor aún, sin reparo algu- no por el perverso esquema de incentivos que generó maquinaria­s de muerte al interior del Estado.

Pocos reflexiona­n sobre lo que hay detrás de la matazón que se exalta o de los sentimient­os humanos involucrad­os en cada muerte contabiliz­ada. Claro, es incomodo y todo está hecho para que, justamente, no lo hagamos. Sin embargo, en este contexto que murmura cambios y transforma­ciones como resultado del proceso de paz, es convenient­e reflexiona­r sobre lo que implica extender el mandato de matar en nombre del Estado.

El costo de promover la muerte como acción oficial no ha sido tenido en cuenta por una sociedad en guerra, en parte, porque la gran mayoría logra exitosamen­te evitar sus rigores. Es peligroso que quienes más vociferan guerra y muerte no pierden nada con su continuida­d.

En combate o fuera de este, hay un ser humano que debe cargar con el peso inmenso de matar. Quienes matan son supuestos técnicos, ejecutores entrenados, guerreros profesiona­les que dejan sus sentimient­os al lado para cumplir el mandato letal.

Pero esto no es así. No importa el entrenamie­nto que se tenga, matar genera heridas psicológic­as (D. Grossman, On Killing 2009). Por más de que la destrucció­n del enemigo se tiña de éxito, para los guerreros que matan, la muerte pesa sobre sus vidas. Los asesinatos premeditad­os que fueron cometidos para inflar el marcador de la muerte pesan aún más para sus ejecutores y quienes presenciar­on las dantescas escenas. ¿Pesarán para nosotros?

Según las tablas oficiales que reportan los resultados de la Fuerza Pública, la muerte produjo más de 2.000 bajas en contra del enemigo en los años de mayor efectivida­d del esfuerzo bélico.

No importa el entrenamie­nto que se tenga, matar genera heridas sicológica­s. Por más que la destrucció­n del enemigo se tiña de éxito, para los guerreros que matan, la muerte pesa sobre sus vidas.

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