DEJAR DE JUGAR A LA GUERRA
Hace tres años, un niño afgano de tan solo 14 años de edad, que tenía explosivos adheridos a su cuerpo, voló en cientos de pedazos. Su misión era hacer daño a las fuerzas de seguridad afganas y lo logró: hirió a 11 personas. Murió, obviamente, y lo hizo sin saber qué era jugar con un balón, ir a una escuela o correr en un parque con sus amigos.
La Unicef insinúa que pueden ser unos 300.000 niños como este metidos en las guerras, y año tras año, cuando se presenta una fecha como el domingo pasado donde se conmemoró el Día mundial contra el uso de niños soldado, la humanidad entera se conmueve con esta tragedia humana, pero vuelve a lo mismo: una profunda indolencia al ver cómo sus niños son simples soplos de vida.
Claro, cómo no va a ser así, si por culpa de unos pocos desorientados que alimentan la violencia, los niños se convierten en carne de cañón barata, alienable, manipulable y docilita de manejar. Ahí están los cachorros del califato del Estado Islámico, las niñas esclavas de Boko Haram y, por supuesto, los guerrilleritos de las Farc, esos “pocos” que ellos dicen tener.
Colombia es el único país latinoamericano donde aún hay niños en la guerra. El año pasado, los negociadores de las Farc dijeron que tenían solo 21 niños reclutados. El Gobierno asegura que son 170 y Colombia entera cree que son muchísimos más, pues en 60 años de conflicto se calcula que cerca de 12.000 niños han estado en sus filas. Como dice el investigador Alfredo Molano, a esos niños les cambiaron “el padre por el comandante y la madre por un ideal”.
“Quiero vivir como una persona libre, que puede conocer otras cosas sin tener miedo”, le dijo Manuel, un joven de 19 años excombatiente de las Farc, a la Televisión Española. Un gran cambio de actitud, pues lo normal en su mundo era matar. “Uno se acostumbra a algo tan sencillo y tan grande como quitar una vida”, sentencia.
Pensemos entonces en aquellos como Manuel que no estarán más en la guerra gracias al acuerdo de Paz con las Farc. Claro, será muy lindo verlos al cuidado del Estado, con una expresión nueva en sus rostros y con ropita limpia, pero será preocupante en el momento en el que se le agote el chorro a la institucionalidad, dejándolos al garete de un país que en un tiempito se concentrará más en el partido que tiene que ganar la selección Colombia o en el “me ericé” de Amparo Grisales en un reality show. Un país que fácilmente los estigmatizará como los guerrilleritos del ayer.
No nos digamos mentiras, la capacidad institucional no es la panacea para el cuidado de los niños y ahí viene el gran reto, porque para estos niños el mundo es otra cosa: ellos no crecieron con balonazos, lo hicieron con bombazos. Ojalá el Gobierno entienda que estos niños no son indicadores de gestión y mucho menos objetos políticos. Por eso, el cumplimiento de los acuerdos de Paz, en lo relativo a la desmovilización de menores de edad debe ser real, sin titubeos ni tapados. Ellos necesitan que se les restablezcan sus derechos de forma expedita, especialmente el más básico de todos: ser felices, porque en este hipotético tiempo de paz, ya no tendrán que ir a jugar a la guerra
Por culpa de unos pocos desorientados que alimentan la violencia, los niños se convierten en carne de cañón barata, alienable, manipulable y docilita de manejar.