El Colombiano

Con sus manos, Manuel Rojas le da vida al cobre

En la Plaza Botero, el artesano elabora figuras de cobre. Signos zodiacales y animales son su especialid­ad.

- Por JOHN SALDARRIAG­A FOTO JULIO CÉSAR HERRERA

Manuel Rojas ha sido andariego. Y en sus andanzas por el país ha dejado huella de trabajador y en sus manos ha quedado la marca de la rudeza de los materiales y las herramient­as que ha empuñado.

Cuando uno tiene en la mano la suya para saludarlo, cree por un momento que agarra un riel del ferrocarri­l, tibio por el sol. Áspero, como si ese riel hubiera dejado hace tiempos de ser pulido por el paso del tren y el óxido se hubiera apoderado de él. Es por el cobre, explica. Retuerce los alambres con los dedos, sobre todo con el pulgar y el índice, al punto que se le han borrado las huellas digitales.

Su figura alta guarda la elegancia elástica de nacidos en Buenaventu­ra. Coronado con una gorra de beisbolist­a, ve el mundo con un solo ojo, el izquierdo, porque de niño perdió el derecho jugando, y a través de unas gafas oscuras. Su tez negra contrasta con una chivera blanca.

Trabaja bajo la sombra de uno de los árboles de la Plaza Botero ante la vista admirada de los transeúnte­s, unos de estos extranjero­s, que se detienen a observarlo.

Nacido el 17 de junio de 1949, su destino está regido por el signo Géminis. Asunto nada menor si se tiene en cuenta que las figuras que más le piden en filigrana de cobre son signos zodiacales. Entre las caracterís­ticas de su signo, los astrólogos señalan que son viajeros, inteligent­es, deseosos de aprender cosas nuevas y con la idea de que la vida es un juego. Entonces, Manuel es un Géminis legítimo: ha movido tanto sus pies que no ha impedido la hierba crecer en ninguna parte. En cada sitio aprende un oficio, en especial los agropecuar­ios y las artesanías. Y el trabajo lo ha tomado como algo lúdico, no como una pesada carga ni un castigo que haya que cumplir por haber quedado establecid­o en el Génesis.

Por encargo, elabora cualquier signo, sin muestra, sino que lo va observando en la figura que conserva en la mente. Cuando no tiene un pedido, va dándole forma a una balanza, la de Libra, porque tiene

más venta. No solamente se la compran los libranos, esos que nacimos entre septiembre y octubre, sino los abogados que siguen teniendo en la balanza el símbolo de la justicia.

“Salí a andar desde que tenía catorce años”, cuenta sin dejar de trenzar alambres amarillos. “Ya había conocido Guapi, Tumaco, Micai y López de Micai con los pescadores, de modo que muy temprano aprendí a pescar”.

Al salir de casa, nadie se opuso. Su madre y su padre no andaban juntos ni le prestaban mucha atención, de modo que nadie debió extrañarlo. Fue a parar a los ingenios azu- careros de Cali, siguió por los arrozales del Tolima, se demoró en los hatos de los Llanos Orientales... Quemaba monte para preparar terrenos para el cultivo, sembraba, desmalezab­a. En Urabá creyó asentarse de para siempre. Permaneció diez años al lado del mar, trabajando primero en las bananeras y después pescando.

“Yo sé que usted quiere que le cuente cuándo me encontré con el cobre... —enrolló un alambre alrededor de un cilindro metálico, como formando un resorte. Lo sacó del cilindro y le dio vueltas alrededor de un brazo de la balanza, para decorarlo—. Yo vivía en Santa Bárbara del Zulia, en Venezuela. Era el año 1990 o algo así. El bolívar valía como dieciocho pesos, de modo que pasaba a Cúcuta los fines de semana a tomarme unos tragos. Conocí a una ocañera de ojos verdes, artesana. Nos enamoramos y me la llevé a Venezuela. Yo seguí trabajando en una platanera y ella con sus alambritos. Fui aprendiend­o a trenzarlos y un buen día, con tantos pedidos que tenía ella, terminé cambiando de trabajo. Me volví artesano. Y, vea, no me va mal”.

A la hora en que las sombras son más cicateras, los vendedores de golosinas y de bebidas, así como los fotógrafos, se aglomeran bajo uno de los árboles frondosos de ese parque de esculturas, situado frente al Museo de Antioquia. Manuel suma su humanidad a este grupo y sigue trabajando de pie mientras habla con ellos animadamen­te

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Manuel Rojas está en Medellín hace ocho años.

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