UN LIBRO INFINITO
Definitivamente me encantan las casualidades literarias. Recién había terminado de leer el libro de Christopher Hitchens, “Dios no existe”, y me dio por abrir en cualquier página un libro de Alberto Manguel que había puesto en el nochero: “En el bosque del espejo”. Lo primero que leo es lo siguiente: “En 1985, yo estaba preparando una serie (nunca concluida) para la CBC sobre el pretencioso tema “El escritor y Dios”. Mi lista incluía a
Bernard Malamud, Borges (quien una vez me dijo que de los gustos literarios de Dios no podemos saber nada), Elie Wie
sel, Ángela Carter (que a mi primera pregunta bramó de risa en el micrófono, dijo que no tenía la menor idea de lo que le preguntaba y puso alegre fin a la entrevista) y la escritora norteamericana Cynthia Ozick”.
Yo no sé si hay diablillos de papel por ahí pero cuando uno empieza a leer sobre algo, en este caso sobre Dios, comienzan a aparecer referencias interesantísimas e improbables por todas partes; lo que me hace pensar en algo mucho más complejo: la metáfora del libro infinito. ¿Y qué es esto? Pues un libro que empezó un día memorable, cuando el tiempo no fue más que un retazo de páginas que fueron pasando como minutero de papel, hasta agotar las horas y dejar dentro de cada uno la felicidad de haber encontrado el inicio de un libro que no terminará jamás, o terminará con esa última lectura que se ajustará perfecta al último suspiro.
Después de que empezamos a leer, lo que he venido pensando, es que todo lo que leemos, así parezca desordenado o inconexo, no es más que el mismo libro, un libro largo compuesto de Dios, sexo, misterio, amor, desolación, culpa, aventura, poesía, personajes planos o profundos, historias que no queremos que se vayan jamás y de otras que se escurren casi al pronunciar cada palabra. La vida no deja de parecerme ese gran pasaje literario en el que nos van llegando los libros que nos tienen que llegar casi con el deseo, bajo el único pacto de no parar de leer jamás.
Esta columna, igual que el ensayo escrito por Manguel, iba a ser sobre Cynthia Ozick, esa mujer descrita por él como bajita, tímida, con un pelo a lo Ricardo III enmarcando gafas de montura negra. Y de alguna forma lo fue, porque apenas terminé de leer ese ensayo donde ella dice que “la mitad de mí es una ciudadana que vive en el mundo; la otra mitad es escritora. La ciudadana tiene una relación con Dios y la escritora tiene otra muy diferente”, yo seguí leyendo los ensayos que publicó recientemente Mardulce, “Metáfora y memoria”, y no se imaginan ustedes cómo terminan, con una evocación a Dios y al Demonio en clave Dostoievski. Ya ven cómo es de interesante la vida, mucho más si uno cree, como ella, que “vivir sin poesía es, en realidad, nunca haber vivido”