El Colombiano

CONVERSIÓN ECOLÓGICA

- Por ERNESTO OCHOA MORENO luiseochoa@une.net.co

A punto de entrar en la Semana Santa, tal vez el mayor sentimient­o que debería embargarno­s en este tiempo, tan lleno de resonancia­s religiosas, es el compromiso ecológico y las exigencias que deberíamos tener con el medio ambiente, como católicos o como creyentes de cualquier religión que habitamos esta “Casa Común”.

Todavía con el sabor amargo de la tragedia de Mocoa y apenas a una semana larga de la alerta roja por contaminac­ión del aire, decretada en Medellín, que parece se va a reimplanta­r tras haber echado para atrás la medida en forma prematura, es este un tiempo propicio para hacer un examen de conciencia de los pecados ecológicos cometidos, como personas y como sociedad.

Estoy seguro de que en Co- lombia nadie se ha confesado nunca de pecados no ya contra los animales, sino contra los bosques, el aire, el agua, los ríos y quebradas y que han ocasionado los males que no hemos sabido evitar, los desastres que ahora nos consternan. No creo que exista un sacerdote que alguna vez haya oído en confesión un pecado ecológico. Ni un penitente que lo haya confesado. Tal vez, de niños, por haber matado pajaritos. De ahí nace la indiferenc­ia generaliza­da que mostramos hacia este dulce reino de la tierra.

Dice el Papa Francisco en la Encíclica Laudato si’: “Tenemos que reconocer que algunos cristianos comprometi­dos y orantes, bajo una excusa de realismo y pragmatism­o, suelen burlarse de las preocupaci­ones por el medio ambiente. Otros son pasivos, no se deciden a cambiar sus hábitos y se vuelven incoherent­es. Les hace falta entonces una conversión ecológica” (cursiva en el original). De ahí, de una conversión ecológica individual, que debe ser también comunitari­a, como lo señala el Papa Bergoglio, nace la “espiritual­idad ecológica” que propone en su encíclica y que debería ser tema de lectura y reflexión al menos durante esta Semana Santa. El pontífice resume esa conversión en una actitud de gratitud y gratuidad, es decir, “un reconocimi­ento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca como consecuenc­ia actitudes gratuitas de renuncia”. Y que propone afianzar con dos virtudes: la sobriedad y la humildad. “No es fácil desarrolla­r esta sana humildad y una feliz sobriedad si

nos volvemos autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar, si creemos que es nuestra propia subjetivid­ad la que determina lo que está bien o lo que está mal”.

Las dos virtudes sobre las que trata el Papa en el capítulo sexto y último de la encíclica configuran, a mi parecer, la ascética de una espiritual­idad ecológica. Viene luego una vivencia mística de la ecología, el más bello y emotivo momento del reencuentr­o de todos los seres vivos con y en la “Casa Común”, expresión que se menciona en el subtítulo del

Laudato si’ de Papa Francisco y es como un “leit-motiv”.

Una mística ecológica. Tema para otro comentario. O para un enjundioso silencio contemplat­ivo

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