El Colombiano

EL ENCANTO DE LOS SACRISTANE­S

- Por ÓSCAR DOMÍNGUEZ oscardomin­guezg@outlook.com

Por estos días semanasent­eros descubrí que llevo dos sacristane­s en mi corazón. Lo supe al leer en Generación, de El Colombiano, el obituario del director de cine Diego García Moreno, sobre Jairo Tobón, el fallecido sacristán de la iglesia de Notre Dame, de París.

Las campanas de Notre Dame que Tobón tocaba con virtuosism­o de pianista y violinista juntos, no doblaron en su memoria. Su cadáver fue encontrado días después de muerto en su apartament­o de solitario empedernid­o. Le deben el homenaje que soñó su hermana para él.

García llevó al cine la vida y milagros de Tobón, natural de Andes. Hasta que san Juan agachó el dedo fue el poder detrás de Notre Dame, “la obra arquitectó­nica más importante de occidente” construida por un ar- quitecto masón.

La película de García, “Las castañuela­s de Notre Dame”, será presentada este Jueves Santo por Señal Colombia a las diez p. m.

La del andino fue una vida de película, dicho sea con certera frase de cajón que espero me perdone.

Le puse espejo retrovisor a su biografía y recordé a su colega el hermano Rufino, agustino recoleto. Guardaba votos de castidad y obediencia. De pobreza no, para poder lucir algunas pepitas de oro en su dentadura. Esas pepitas le ponían picardía a su pacífica existencia.

Lo envidiaba porque el de sacristán es un oficio que siempre me gustó. Manejan las llaves de la inmortalid­ad, del misterio, de la noche. Por alguna extraña carambola les llegan los pecados que confiesan los fieles. Conocen las debilidade­s de los párrocos. Y el que tiene la informació­n tiene el poder.

Rufino fue sacristán en la parroquia del Sagrado Corazón de Manizales. Se lució como cultivador de café, apicultor, cocinero avezado que preparaba salpicón con Carta Roja.

Murió de picardías acumuladas, no de maldad. Considerad­o por sus hermanos el mayor analfabeta “ilustrado” sabía más que la Espasa-Calpe. Recitaba e imitaba a Rubén Darío.

Por fuera de la regla de Agustín, fabricaba chirrinchi en su alambique del Desierto de la Candelaria, en Ráquira, Boyacá. La autoridad lo pilló. Cuando regresó a la sacristía, el prior le preguntó si fabricaba licor adulterado. Impávido respondió: ¿Acaso al Señor no lo apresaron también siendo inocente?

Don Pedro era sacristán en san Cayetano. Era una fiesta. Hacía malabares con la boca para lograr notas hostiles. Cuando tocaba el órgano parecía haciendo el amor sobre cada tecla.

También manejaba el proyector en los cinemanga que nos regalaba el padre Barrientos. Don Pedro veía antes las películas y sabía cuándo se besarían los protagonis­tas. Este aprendiz de Ordóñez sin cargaderas tenía lista la mano para ocultarnos las escenas eróticas. Esos besos tapados nos alborotaba­n la bilirrubin­a sexual.

Una vez lo di por muerto en una columna. Me rectificó. Lo resucité al tercer día en otro escrito. Ojalá siga vivo para que nos encontrare­mos esta noche en la película de García Moreno sobre su colega Tobón

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