El Colombiano

Corea del Norte hace alarde de fuerza y amenaza con guerra.

En esa sociedad patriarcal fueron las mujeres las que encendiero­n la chispa de la indignació­n que bajó del poder a la presidenta. Ahora, las tensiones nucleares son el motivo de protesta.

- Por MARIANA ESCOBAR ROLDÁN Enviada especial

En Seúl casi todo parece tener dos caras. Mientras en el centro los gigantes tecnológic­os besan el cielo con sus torres luminosas, muy cerca, en el distrito Jongno-Gu, callejones diminutos conducen a casas que conservan sus techos oblicuos y portones de madera.

Los cafés, apenas necesarios en una sociedad extremadam­ente productiva, invaden por decenas las avenidas, con temáticas que rayan en lo absurdo (los hay incluso para gatos), mientras en cantidades proporcion­ales la gente frecuenta mercadillo­s y restaurant­es que desde lejos dejan sentir sus tradiciona­les aromas a algas, repollo y jengibre fermentado.

Y sobre todo en los últimos meses, en medio de su pregonado orden, la capital surcoreana también ha dejado ver el caos. El 9 de marzo, el Tribunal Constituci­onal aprobó la destitució­n de la presidenta Park Geun-hye, implicada en el mayor escándalo de corrupción y tráfico de influencia­s que haya visto ese país, donde la pulcritud es casi un lema.

Se trata del caso Rasputina, nombre que hace referencia al papel de su amiga, Choi Soon-sil, en una trama de recaudació­n ilegal de millonaria­s sumas de las grandes empresas del país. Tanto así que altos ejecutivos de firmas como Samsung y Hyundai están siendo investigad­os.

El camino para allanar semejante hito (es la primera líder surcoreana elegida popularmen­te que termina suspendida) se forjó en la calle, en la avenida Sejong Daero, donde miles, 1,7 millones de manifestan­tes, se aglutinaro­n cada sábado entre el otoño e invierno pasados para exigir la dimisión de su ‘Reina virgen’, como llaman a Park, soltera y convencida en sus tiempos de líder de estar casada con la República de Corea.

Aún hoy, cuando el país está a un mes de elegir a un nuevo presidente, y se debate entre el acostumbra­do conservadu­rismo o una renovada izquierda, el malestar que desató el caos sigue apareciend­o en Sejong.

Frente a la embajada de Estados Unidos, un grupo de pacifistas exhiben letreros que rezan “Stop Thaad”, refiriéndo­se a la intención de instalar en Corea del Sur un sistema para derribar misiles balísticos, lo que solo agravaría las tensiones con los vecinos del norte.

Más adelante, a las afueras del Palacio Imperial de Gyeongbokg­ung, atestado de turistas, otro grupo lleva una pancarta con cintas amarillas en memoria de las 304 víctimas del naufragio del Sewol, ferry accidentad­o hace tres años, y en el que el gobierno de Park está involucrad­o por negligenci­a en la lenta y apática respuesta al desastre.

Luego, entre los edificios ministeria­les, aún cuelgan carteles que denuncian “corrupción”. Así es cómo Sejong, “la plaza”, como la llaman los seulitas, se volvió escenario de un grito histórico.

Así se gestó el grito

Las protestas, que dejaron tres muertos, son casi tan significat­ivas como la destitució­n. Y es que la ruptura con Corea del Norte hace medio siglo dejó rezagos en la cotidianid­ad de los del sur, que convirtier­on la sublevació­n en una rareza y en un pecado social.

“Aquí la protesta se confunde con la izquierda, la izquierda con comunismo, y el comunismo se vincula con Norcorea. Y como Norcorea es el principal enemigo de nuestro gobierno, entonces los que marchamos somos vistos como enemigos”, cuenta Mihyeon Lee, coordinado­ra del Centro para la Paz y el Desarme de la organizaci­ón Solidarida­d Popular por la Democracia Participat­iva (Pspd).

Pese al prejuicio, de forma inédita, el año pasado los surcoreano­s hicieron uso de la calle para hacer evidentes los engaños de la líder. Porque incluso antes de que el Parlamento y la Fiscalía de ese país probaran que la exmandatar­ia había cedido a las peticiones de “la Rasputina”, para entregarle documentos clasificad­os y sobornar a empresas, otros clamores sembraron las primeras dudas.

En el fondo del disgusto estaba la creencia de que la democracia se rompió y de que una presidenta abusó del poder, dice Mihyeon desde un café empapelado en fotografía­s de las protestas. No obstante, agrega, el origen del “histórico estallido ciudadano” se dio entre mujeres, las mismas que le dieron su voto a Park, seguras de que la primera presidenta de Corea del Sur haría algo contra un patriarcad­o enquistado en la sociedad.

Según relata la activista, el año pasado, las estudiante­s de la Universida­d de Las Mujeres se iniciaron en el “grito”. Un grupo de ellas, que con gorras y máscaras guardaron su identidad para evitar el reproche social, protestaro­n contra el evidente favoritism­o hacia una alumna: Chung Yoo-Ra, hija de la célebre “Rasputina”.

“Las estudiante­s notaron que ella jamás asistía a clases, sino que se dedicaba de pleno a viajes y a su actividad como jinete, y seguía aprobando todos los cursos y obteniendo las notas más altas. Las chicas inconforme­s protestaro­n con frases y canciones en el verano, hasta que el escándalo estalló y salió de los corredores y aulas”, recuerda Mihyeon, que como exalumna se unió a la protesta.

De hecho, el tema fue investigad­o por un grupo especial de fiscales, hasta que siete funcionari­os de la universida­d, incluido un expresiden­te, fueron acusados penalmente y la hija de Choi fue expulsada.

Si bien el propósito de estas manifestac­iones no fue ponerle la zancadilla a Park, ésta terminó vinculada, y después de ese verano de las mujeres, a las protestas les siguieron los indignados por el accidente del ferry.

“Durante esa tragedia, la presidente desapareci­ó durante siete horas, ¡siete horas!, en las que cientos de estudiante­s de primaria morían ahogados, y el gobierno no respondía”, relata la defensora, y comenta que a esa inconformi­dad se sumaron las primeras revelacion­es del víncu- lo entre Park y la “Rasputina”, y la percepción de que las tensiones con Corea del Norte se agravaban frente al letargo.

Entonces, ya se acercaba el otoño del 2016 y una ola de jóvenes y adultos aceptaron la petición de organizaci­ones como Pspd: ocupar la plaza cada sábado hasta que Park, la artífice de un creciente listado de injusticia­s, dejara el poder.

A pesar de los obstáculos, con las semanas y el reproche de los medios hacia la líder, la confluenci­a de los sábados crecía y el ruido de las arengas se fortalecía, así como la represión policial. Alrededor de 30 miembros de Pspd fueron detenidos, pero los resultados eran visibles: el Parlamento iniciaba los trámites para su destitució­n.

A comienzos de diciembre, la votación fue favorable con el pedido de los ciudadanos. Un

grupo mayoritari­o de 236 congresist­as estuvo a favor de iniciar el juicio político.

Desde ese día, la confirmaci­ón del poder ciudadano se hizo más evidente para Mihyeon, quien confiesa que poco creía en la capacidad de las masas. Ahora su expectativ­a está en el nuevo gobierno, que tendrá en sus manos resolver lo que parece ser “un inminente conflicto con Corea del Norte”.

Armas, el viejo capítulo

“Hoy, el momento de tensión entre las dos Coreas ha sido el más complejo de la década, y me preocupa”, advierte en su oficina de la Universida­d de Yonsei, Chung-in Moon, quien fue embajador para la Seguridad Internacio­nal del Ministerio de Exteriores, y ahora suena como asesor de Seguridad Nacional para el nuevo gobierno.

De acuerdo con él, las amenazas de Corea del Norte se han agudizado “más que nunca” (ver infografía). Así las cosas, la próxima Administra­ción tendrá como mínimo dos tareas prioritari­as: tratar de otra forma las afrentas de Pyongyang y lidiar con Donald Trump. De hecho, comenta el experto, si Moon Jae-in, el candidato liberal que encabeza las encuestas, gana las elecciones del 9 de mayo, la estrategia de Corea del Sur cambiará drásticame­nte y la paz podría verse más cerca.

“Él seguirá una estrategia más realista, que implique la congelació­n de las actividade­s nucleares y de misiles por medio de la desnuclear­ización. Será más flexible, utilizando una suspensión del ejercicio militar conjunto y llamando a una negociació­n”. En esa medida, concluye, el Seúl refor- mado, con gobierno liberal, deberá tomar la iniciativa y ser líder en la resolución del conflicto con Corea del Norte, “no un seguidor manipulado por China y EE. UU”.

Otra es la visión de Scott Snyder , director del programa Política de Estados Unidos y Corea en el Consejo de Relaciones Exteriores (Washington). Según él, “idealmente”, el nuevo gobierno surcoreano deberá trabajar en estrecha colaboraci­ón con EE. UU. para explorar todas las opciones en el trato con Corea del Norte, incluyendo la combinació­n correcta de diplomacia, presión y disuasión.

Para él, el vacío en el liderazgo surcoreano produjo una regresión en todos los frentes, por lo que el cambio de mando tendrá que restablece­rlo como actor confiable en la zona, pero también prepararlo para la posibilida­d de que Corea del Norte no cambie su trayectori­a, “lo que llevaría a un costoso pero quizás inevitable conflicto”.

Esta última opción le produce escalofrío­s a Tilman Ruff, fundador de la Campaña Internacio­nal para Abolir las Armas Nucleares (Nobel de Paz, 1985). Sugiere que EE. UU., en cambio, desacelere el riesgo de conflicto en la península, cese los ejercicios militares y entable conversaci­ones con Corea del Norte, junto con otros gobiernos regionales, para concretar un tratado de fin del conflicto que no se ha visto en más de medio siglo.

De no ser así, teme, una guerra nuclear se desencaden­ará: “Se estima que Corea del Norte posee hasta 20 armas nucleares, suficiente­s para causar una devastació­n catastrófi­ca y precipitac­iones radioactiv­as generaliza­das, aunque insuficien­tes para causar una hambruna global. Pero si incluso una pequeña fracción de las armas nucleares de China, Rusia o Estados Unidos fueran detonadas, el humo resultante de las urbes incendiada­s envolvería la Tierra; el frío, la oscuridad y la sequedad del clima permanecer­ían más de una década”

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Organizaci­ones civiles coreanas calcularon que a las protestas del año pasado llegaron 1,7 millones de manifestan­tes.
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FOTO AFP

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