¿DEBEN PAGAR LOS ROBOTS NUESTRAS PENSIONES?
«Las horas de los barman tocan a su fin». Me hice cruces y pregunté por qué. «Ya hay robots capaces de servir bebidas. Nunca enferman. Siempre sirven las cantidades justas», fue la respuesta. Me quedé pensativo y mi cerebro voló a una taberna de la calle Sierpes, en Sevilla. Allí, una minúscula bodega exhala suficiente olor a fritura de pescado en adobo como para empapar el escaso aire en movimiento que discurre entre las laberínticas callejas del centro y despertar los sentidos de los viandantes de golpe y porrazo. Boquerones, pavía, cazón, pescada, calamares y sepia se fríen a toneladas cada día sin cajas registradoras ni facturas. Con apenas 30 metros cuadrados de tasca y más concentración de personal que Times Square en Nochevieja, tres camareros sacados de otro tiempo anotan con una tiza en la barra las decenas de comandas que se cantan por minuto a la hora del aperitivo. Ese tránsito tan español que nos lleva desde la hora en la que se almuerza en todo el mundo, entre las 12:30 y las 14:00 horas, a la hora en la que realmente se come en España: las tres de la tarde. Para cualquier forastero, la escena resultaría intimidatoria. Por eso, ningún extranjero en chanclas se atreve a traspasar la puerta. A grito «pelao» clientes y camareros se comunican en un dialecto propio de esas cuatro paredes. Recuerdo la primera vez que fui:
–Jefe, póngame media de boquerones, una de cazón y dos cañas.
–Na, quillo. Leviapone pijotas y acedías. Ea.
Y con esa gracia sevillana que no se puede aguantar salieron a los dos minutos, como pasos en procesión de Semana Santa, las pijotas y las acedías con dos cañas como soles. –Jefe, ¿qué se debe aquí? –Mmm. Vamo a ve... Eran... (inadudible). Dos (inaudible)... Osho euros miarma (Mi alma, en español).
Dudo mucho que un robot, incluso fabricado en frente de la Giralda, fuera capaz de servir en esa cantina gloriosa. Tampoco de cocinar un buen cocido, un sancocho o una paella como Dios manda. O de domar con devoto mimo y celo el pelo de una muchacha en el malecón.
Sin embargo, los robots van ganando terreno cada día y nos relevan de las tareas más duras. Ya nadie dobla el espinazo para recoger ajos a mano. Unos embudos los succionan. Por eso cada vez queda menos gente en el campo.
La última feria industrial de Hannover ( Alemania) ha su- puesto el salto de los robots de las cadenas de montaje a los espacios de trabajo reservados hasta ahora a los humanos. Los sistemas de agarre de los nuevos robots les permitirían trabajar de asistentes en un quirófano, recoger fresas o tallar un diamante. En China, líder mundial en robótica, ya hay máquinas que cuidan y entretienen a los ancianos en los geriátricos y que vigilan las trastadas de los niños en las guarderías. Los nuevos robots no solo facilitan las tareas de muchas personas, sino que además son capaces de aprender de las experiencias. Pronto los veremos por los aeropuertos como asistentes de facturación. En los aviones y trenes. En los servicios de atención al público y barriendo nuestras calles. Su mantenimiento estará muy lejos de costar lo mismo que el salario de un ser humano. Al menos el de un ser humano de un país desarrollado. A marchas forzadas nos obligarán a adaptarnos a empleos más intelectuales o que exijan una combinación de conocimientos y habilidades al alcance exclusivo de hombres y mujeres. ¿Seremos capaces de encajar en esta revolución robótica? El riesgo es mayúsculo pues millones de personas podrían quedarse en las calles como ya ocurriera con los oficios artesanales que aniquiló la máquina de vapor de Watt. Son muchas las voces que apuestan por forzar a las empresas que usen humanoides a pagar una especie de «cotización social» para ayudarnos a realizar esta dura «transición». Al fin y al cabo, los robots nunca cobrarán pensiones. Yo, por si acaso, voy sacando plaza de camarero en una tasca de Sevilla