El Colombiano

“A 15 años del estallido de un cilindro-bomba en el templo de Bojayá, las víctimas luchan por su reparación y por identifica­r los restos de sus muertos. Allí la vida pasa de la esperanza al temor”.

A 15 años del estallido de un cilindro-bomba en el templo de Bojayá, las víctimas luchan por su reparación y por identifica­r los restos de sus muertos. Allí la vida pasa de la esperanza al temor.

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Aquel 2 de mayo de 2002 se incrustó en el alma de esta localidad chocoana. El conflicto con las Farc desató una de las más aterradora­s pesadillas que haya sufrido el país: un cilindro-bomba cayó sobre el techo de la iglesia. Mató a 79 civiles que se refugiaban de los combates entre miembros del frente 57 de esa guerrilla y del Bloque Élmer Cárdenas de los paramilita­res. Se cumplen 15 años y las huellas se borran con lentitud.

Bojayá es la manifestac­ión plena de los daños que han causado subversivo­s y bandas criminales en numerosas regiones a lo ancho y largo de Colombia. Familias despedazad­as por la violencia a veces demencial de los actores armados. Las Farc les pidieron perdón a los pobladores de Bojayá, pero ello ha sido insuficien­te frente a tantas pérdidas humanas y materiales, ante el sufrimient­o descomunal de aquella jornada y sus marcas afectivas y sicológica­s: cuerpos mutilados, miembros que pendían de las tejas y del esqueleto metálico del templo, junto a un Cristo también cercenado por la metralla.

Aún hoy, las familias y la comunidad, que tal vez por fuerza de su unidad ancestral han logrado superar esa bar- barie, luchan por sepultar a las víctimas que en su momento fueron enterradas en una fosa común, debido a las condicione­s climáticas y a la imposibili­dad de un peritaje forense antes de que los cadáveres se descompusi­eran.

Sobrecoge y perturba saber que a la pérdida de tantos y tantos parientes, en medio de semejante brutalidad, le haya sobrevenid­o tamaña es- pera para identifica­rlos e inhumarlos. El Estado, mediante la Fiscalía, está en mora de cerrar ese duelo y compensar tanta paciencia y tristeza.

EL COLOMBIANO informó que de 10.202 afectados que tiene Bojayá por el conflicto armado, en el Registro Único de Víctimas aparecen 6.627, de las cuales solo ocho han obtenido sentencia definitiva de reparación. Además, los luga- reños creen importante también que el Estado reconozca sus errores y pida perdón por haber dejado su territorio en manos de los grupos armados ilegales, lo que a la postre trajo la disputa y la tragedia.

Pero hay otro rostro de Bojayá que también es el de muchos pueblos de Colombia: el de una comunidad que renace entre las cenizas que, literalmen­te, dejó el paso demole- dor de los victimario­s. De jóvenes que estaban en los vientres o en los brazos de sus madres y que hoy prefieren no vislumbrar su futuro parados sobre las tumbas, los muertos o las ruinas. Que van a estudiar y juegan en internet o en las calles del Bojayá nuevo, de adobe y cemento, construido años después de la matanza.

Incluso los adultos -unos 60- que cargan en sus cuerpos y sus mentes las esquirlas y las imágenes del ataque, antes que hundirse en la melancolía, reclaman atención para su estrés postraumát­ico o para las limitacion­es de toda índoles que les dejó el bombazo.

Hay, también, inquietud por la seguridad presente y futura: la amenaza de reocupació­n, por parte de grupos armados (Eln y Clan del Golfo) de los pueblos ribereños del Chocó, inquieta a la gente de Bojayá. El vicepresid­ente Óscar Naranjo sostiene que en Chocó y Tumaco se forma la “tormenta perfecta”: minería y cultivos ilícitos, grupos armados e institucio­nalidad precaria. Habrá que buscar, entonces, el techo adecuado para que no caigan más pesares ni cilindros sobre Bojayá ni el resto de aquellos lugares de la periferia del país en donde las huellas, las cicatrices del conflicto apenas se cierran

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ILUSTRACIÓ­N ESTEBAN PARÍS

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