El Colombiano

El perro que muerde la lengua

- LORENZO VILLEGAS Periodista Culinario

Hilda Cuero mide 1.60 metros. Negra amable, mantiene en su mano derecha el cucharón con el que dispone los caldos, revuelve las viandas y sirve arroces. Hilda sonríe y me muestra cómo lleva el pollo al caldero, descuartiz­ado, de piel teñida color amarillo, por el maíz que picoteó el alado. Hilda prepara, antes, una sopa de muchos tomates y pocas cebollas. Licúa los aliños y los vierte en el caldero. Amarra, con una liana de corteza de mata de plátano, cilantro cimarrón, tomillo y orégano y lo mete a la olla. Solícita, sumerge el pollo en la sopa. Oculta con hojas de plátano y asienta todo con la tapa del caldero. Los pollos tienen tres meses al momento del sacrificio y los fogones de Hilda cincuenta años cocinando. Por las hornillas de su cocina pasaron, otrora, las preparacio­nes de Rosalía y Enriqueta, abuela y madre de Hilda Cuero. Hilda sirve el pollo en un espejo de caldo amarillo, pintado con pizcas de rojos y briznas verdes que circulan lento, entre nimias gotas de grasa brillante, acompasada­s. Acompaña con otro plato cargado de tostones de plátano y el arroz de tono café, resultado del pegado, ineludible pareja. Cuando corto el pollo, luego humedezco el arroz en el caldo y lo llevo a la boca, percibo la estruendos­a sensación de la felicidad, del sabor inefable, de años de sapiencia resumida, el fuego, el amor que arde hasta la ceniza. Sientes, ahí, justo en ese instante, el perro que muerde tu lengua. Un sabor profundo, estructura­do, una fuerza que obnubila las papilas. El perro que muerde la lengua es el sabor inconfundi­ble de la buena comida. Es la lechona de Boquerón en Ibagué, el pastel de cerdo de La Cueva de los Fritos en Barranquil­la, la arepa de huevo de Magola en Cartagena, el chicharrón de El Trifásico, El piquete de gallina de Doña Nieves en Bogotá, el pad thai de Janet Juntaree en el restaurant­e Royal Thai de Medellín, la ensalada de raya de Chucho en Santa Marta, el sancocho de Gallina de Los Guaduales en Ginebra, las papas nativas de René González en Bogotá, el asado de tira al vino tinto con puré de maíz peto de Tomás Rueda, la rellena de Carolina Placeres en La Alameda de Cali, el sancocho de bagre de Pompilio en Medellín, la sierra en escabeche con arroz apastelado de cecina de chivo y funche de José Luis Cotes en Riohacha, los quibbes de Deyanira en Cereté o el pollo en sus jugos de Hilda Cuero, en Rozo, Valle del Cauca. Un buen plato, la preparació­n perfecta, se agarra del paladar, deja atónito al comensal ante la inexplicab­le sensación que produce el saber convertido en sabor, es como si un perro fuerte, furioso, se fijara de la lengua. Ese sabor no cicatriza, marca para siempre.

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