La alarma del río: un plan contra la ira del San Juan
Un proyecto universitario en Chocó busca que los más chicos creen un sensor que anticipe las inundaciones
Cuando empieza a llover en Istmina, el instinto natural de los pobladores del barrio San Agustín, que limita hacia el sur con las aguas del río San Juan, es mirar de reojo el caudal. Recorriendo las aguas marrón claro intentan adivinar, unas veces con más tino que otras, si en algunas horas tendrán que salir de sus casas con sus posesiones al hombro, huyendo de las aguas que se adentran en el barrio.
Es cuestión de azar para esta comunidad de casas en madera y techos de zinc, elevadas de forma rudimentaria sobre maderos para alejarse del alcance de las crecientes, en el departamento del Chocó. No saben si la lluvia parará en minutos u horas. “A veces puede llover hasta el día siguiente. Es lo normal en estos lares. Hace un par de días el río se nos volvió a meter”, comenta Julio Asprilla, quien ha vivido los últimos 15 de sus 36 años en el barrio.
Chocó es una de las regiones más húmedas del mundo, con un promedio de 13.000 milímetros de lluvia cada año según las mediciones del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales, Ideam. En perspectiva, Medellín tiene un promedio de 1.612 milímetros al año.
Tan solo este año, dos personas han muerto por las crecientes de los ríos, según confirmó la gobernación chocoana.
Sin muchas formas para poderse anticipar a las tragedias, la gente generó un sistema elemental para estar atentos. “Por celular, los que viven en la parte alta del río les avisan a los que viven más abajo”, explicó el coordinador de gestión de riesgo departamental, Rafael Bolaño.
A pesar del peligro siempre presente, por las calles estrechas y mal pavimentadas de San Agustín siempre hay niños corriendo y jugando. Llegan hasta la orilla del río y ninguno osa meterse, alertados por sus padres de lo traicionera que resulta la corriente. Usualmente
pasan de largo de la pequeña sala de velación comunal, en la entrada al barrio, pues es el escenario de las penas. Sin embargo, el sábado 29 de mayo pasado, el ánimo era de fiesta.
Del interior de la pequeña edificación de paredes marcadas por el paso del agua cuando el río se desborda, cerca de 30 niños se reunieron para aprender a elaborar circuitos eléctricos en un taller dictado por profesionales llegados de Bogotá.
Aunque varios adultos que husmean lo ven poco práctico, en medio de necesidades más apremiantes, si con esto consiguen desarrollar un sistema simple para “predecir” cuando vendrá una creciente del río, muchas vidas podrían salvarse.
El proyecto con el río
La idea es que los niños, con los conocimientos que desarrollen, creen un sistema básico con un sensor que, ubicado en la parte alta del San Juan, mida el caudal del río, y cuando haya una creciente alerte al barrio algunos minutos antes que llegue.
“Estamos en una etapa inicial del proyecto”, comenta Felipe Moreno, bogotano de 26 años que coordina el taller del día, el segundo de la semana en Istmina, antes de recalcar que aunque esta idea sería fácil de desarrollar para un ingeniero, “la idea es que sean los mismos niños del barrio los que lo hagan, para que así desarrollen su curiosidad y puedan seguir solos abordando nuevos problemas que encuentren”.
Con un conocimiento básico es posible desarrollar el proyecto, explica Moreno. Basta escoger un punto alto del río, en donde se pueda instalar firme un sensor infrarojo que se puede comprar por algo menos de 3.000 pesos. Conectado y ali- mentado por una batería, este registraría un nivel base del caudal de tal forma que, en el momento en que empiece a subir, la variación alerte inmediatamente en el pueblo.
Esa ventaja de algunos minutos frente al celular o a la simple vista del río puede ser suficiente para esquivar una avalancha como la que golpeó a Mocoa o a Manizales.
Así lo consideran desde el Ideam, pues la semana anterior, su director de pronósticos, Christian Euscátegui, alertó que las lluvias en Colombia se están presentando hoy en día con una mayor intensidad compensada por un menor espacio de tiempo y de reacción.
Esto ocurre por efecto del cambio climático y la entrada de uno de los dos periodos lluviosos que tiene Colombia, agregó el funcionario.
Una ubicación problemática
En esta ecuación, San Agustín tiene todas las de perder: El barrio está atenazado entre el río y la loma. Entre la casa más próxima al río y la que roza con el pie de la montaña, hay unos 50 metros, entre los que se aprietan varias viviendas.
“No hay más para donde ir, porque muchos llegaron aquí desplazados y por la pobreza no hay otra opción”, cuenta Asprilla y se encoge de hombros. Relata que solo siete días antes de que llegara el taller, una lluvia mandó a volar los techos de por lo menos cinco casas.
Existen otros factores que influyen en las buenas intenciones del taller. En frente de la sala de velaciones donde los niños revolotean con cables y baterías en las manos, un grafiti con las palabras Agc (alusivas a las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, que controlan la región) son un recordatorio claro de la grave situación de orden público que golpea todo Chocó.
La Defensoría del Pueblo llamó la atención la semana anterior sobre las disputas entre las Agc y la guerrilla del Eln en el departamento por el control de la minería ilegal y el narcotráfico, pues informó
que este fenómeno deja en los últimos tres meses más de 1.200 personas desplazadas.
En Istmina no es diferente, pues casi entre murmullos sus habitantes admiten que el dinero circula gracias a la minería. Los demás viven del comercio y negocios menores como el mototaxismo. Así como puede ser un enemigo implacable, el San Juan también es fuente de trabajo, pues funciona como una autopista fluvial que llega hasta el océano Pacífico.
A pesar de todo, la ayuda de líderes comunales ha permitido que esta sea la cuarta vez que se hacen los talleres en Istmina, como parte de “Tecnokids”, un proyecto de la Universidad Ecci de Bogotá, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid).
Al fin de cuentas, líderes como Asprilla sostienen la lógica de que, haga lo que haga, a ninguna persona le gusta que el agua se meta a la casa.
Las promesas para el futuro
“¡Profe, haga el favor!”, los gritos de Yizza rompen varias veces el ruidoso ambiente del primer taller de la semana. A sus 11 años es acelerada e impaciente, pero también es una de las alumnas aventajadas. Está molesta porque no le quiere salir la programación de una pantalla led y no le importa que sus demás compañeros aún estén con los conceptos básicos.
Tampoco le importa que su desempeño sea el que desean despertar en los otros niños y que, quizá, sobre sus pequeños hombros pueda estar alguna esperanza de generar ese sensor que salve vidas a futuro.
Simplemente le gusta hacer que pequeñas luces brillen cuando conecta cables. Por eso, a pesar que está haciendo el calor que no da tregua, el sudor cae a mares dentro del salón escogido para ese primer encuentro y le sería mejor estar afuera, jugando en la cancha del barrio con otros niños, sigue con los ojos clavados en las instrucciones del kit del taller.
Mantener el tiempo ocupado y darles algo de utilidad, en un entorno de oportunidades escasas, es el interés de los profesores que han estado al tanto del tema, como Clara Inés Mosquera, quien asevera que espera poder romper en algo la tendencia que impera en el pueblo, en donde las oportunidades se
limitan a la minería, comerciar o manejar un mototaxi
No obstante, a juicio de Moreno, lo que hacen va en contra de las figuras del colegio, “queremos que el estudiante sea el centro del aprendizaje y no haya figura de profesor sabio. Que ellos sean autónomos y que pasen de consumidores de tecnología a creadores”.
Resistencia
Recostado sobre una caseta frente a la sala de velación, Asprilla vigila el taller. Los niños le dicen profesor y le obedecen aunque admite que “hace un año dejé la escuela”.
De buenas a primeras, empieza de nuevo a llover y eso le ayuda a recordar aquella vez, hace unos pocos meses, en que el agua se les metió tanto que los que tenían canoas y lanchas llegaron hasta el barrio para ayudar a sacar los pocos ense-
res que quedaban enteros.
Esto le deja una conclusión y es que la esperanza en la prosperidad es un lujo muy caro, cuando ya en otras ocasiones se han quedado con las manos estiradas. “Nos han prometido ayudas, pero no ha pasado nada y sabemos que es difícil reubicar el barrio. Una de las razones es que la gente no va a querer. Así pasa en todo Chocó”.
Por eso, afirma con media sonrisa que, a estas alturas, lo único que esperan del futuro es suplir su día a día y ojalá tener ese par de minutos extras para poder escaparle al río