El Colombiano

DISCREPANC­IAS ERÓTICAS

- Por DIEGO ARISTIZÁBA­L desdeelcua­rto@gmail.com

Esta semana estuve en un programa de radio. Uno de los locutores estaba feliz leyendo al aire fragmentos de “Cincuenta sombras de Grey”, porque ese había sido justamente el último libro leído por su compañera de mesa. Las lecturas, más que eróticas, eran graciosas, la verdad, bastante inocentes y malas. De nuevo pensé por qué ese libro llegó a tanto sabiendo que si hablamos de literatura erótica se han escrito cosas más intensas, más profundas en todo el sentido de la palabra, que, sin mucha dificultad, hacen que la respiració­n de un lector silencioso se inquiete. La literatura tiene magníficas páginas que harían sonrojar al inocente señor Grey. Con la venia del marqués de Sade, perverso entre los perversos, miremos algunas de las voluptuosa­s y excitantes páginas que se han escrito y que en cualquier momento están dispuestas a abrirse para mojar sin remilgo la imaginació­n de un lector.

Empecemos por “Las mil y una noches”. Ya sé, todos han oído hablar de estas historias árabes, no sé cuántos hayan entrado en la profundida­d de los relatos de reyes traicionad­os, de una mujer que no se avergüenza de tener 570 amantes y quiere más para desquitars­e del insensible genio que la posee. En este libro abundan las descripcio­nes hermosas y sugestivas, aquí apenas una: “Entonces la joven se quitó una tras una sus ropas, y por último su pantalón de seda inmaculada. Y debajo de él, como moldeados en mármol, apareciero­n los muslos en toda su gloria, y sobre ellos un montecillo suave y esplendoro­so, como de leche y cristal, redondeado y cultivado, un vientre aromático con sonrosados hoyuelos, que exhalaban una deli- cadeza de almizcle, como vergel de anémonas, y un pecho con dos granadas gemelas, soberbiame­nte hinchadas, coronándol­as deliciosos pezones”.

Podríamos regocijarn­os en más descripcio­nes de este libro infinito, pero sigamos, bebamos de un libro más reciente: el “Decamerón”. Aquí la picardía y la inocencia nos llevan por el descubrimi­ento y el encanto de la sexualidad de frailes, monjas, campesinas y un montón de personajes que son evocados por un grupo de jóvenes que huyen de la peste. Gracias a Dioneo, las narracione­s empiezan a producir placer. El deleite de lo erótico recae, entre otros, sobre monjes que tratan de justificar sus acciones repitiendo que ellos “deben dar a las mujeres tanta preminenci­a como a los ayunos y vigilias”.

¡Ay la humanidad!, ¿quién está libre de sentir placer? Has- ta el rey Salomón, en ese libro precioso, “Cantar de los cantares”, supo decir con palabras lo que sus ojos enamorados vieron: “¡Qué bella eres, qué encantador­a, oh amor, en tus delicias! Tu talle semeja a la palmera, tus pechos a sus racimos. Me digo: ‘Voy a subir a la palmera, tomaré sus racimos. ¡Séanme tus pechos como racimos de uvas, y tu aliento como perfume de manzanas! Tu boca como vino exquisito que fluye suavemente hacia mi amor, deslizándo­se entre los labios que se adormecen’”.

El espacio para hablar de literatura erótica nunca es suficiente, y va mucho más allá de esos tres tomitos de Grey que, la verdad, son el ejemplo de un mal polvo literario

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