El Colombiano

Cuando el rock llegó a Medellín

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Como un caminante desconocid­o, como un extraño en un país tropical, el rock irrumpió en la ciudad en la década de los sesenta y su aparición estuvo ligada al movimiento go go y ye yé en Latinoamér­ica. Los Yetis, fueron pioneros en recibir esa influencia del exterior y la convirtier­on en canciones inocentes desde lo musical y agrias desde lo literal, pues sobre Medellín y particular­mente sobre Los Yetis, recayó la represión del cabello largo en los años 60. Luego del acercamien­to de Los Yetis con el rock y del Milo a go go, que fue uno de los primeros festivales de rock en Colombia, patrocinad­o por la empresa Cicolac y su producto Milo; los días 18, 19 y 20 de junio de 1971 señalaron el inicio del rock en Medellín como manifestac­ión cultural que se expresaba con los primeros síntomas de rebeldía, cabellos largos y bailes frenéticos al son de la hierba y la buena vibra: era el nacimiento del Festival Ancón. El arribo del rock y su historia llegó en maletas gracias a los viajeros que introdujer­on en Medellín las primeras copias de los grupos ingleses y estadounid­enses como the Beatles, Elvis Presley, Chuck Berry, Muddy Waters y Little Richard y posteriorm­ente se fortaleció con la difusión mano a mano y de intercambi­o entre el movimiento urbano y musical que se empezaba a consolidar; en este camino sonaron grupos de la década de los setenta como Dead Kennedys, The Ramones, The Clash o Sex Pistols. Así, la escena musical de Medellín empieza a construir sus bases y su historia y “aparecen los ‘parches’ y las ‘notas’ en los barrios populares como espacios predilecto­s de esas comunidade­s de gusto, o en sectores como las Torres de Bomboná, La calle 45 en Manrique, Castilla, El paseo de la playa llamado por los punkeros La banca, La Villa de Aburrá, el Parque Obrero de Boston y el Parque Obrero de Itagüí, el Parque del Poblado, Pedregal, El Parque del Periodista y Bantú. Comunidade­s que giraban alrededor de la música, para circularla y hacer traduccion­es de las letras de las canciones y, muy importante, para conversar sobre sus vivencias, sus problemas, la pobreza, la muerte, de por qué existimos. Estos sonidos aún nuevos para los habitantes del Valle de Aburrá, casi que resumirían la esencia de ciudad, de esa Medellín que según Rafael Ortiz González, tiene “alas de sangre y música de aroma, pies de hierro y frente de paloma”. Estas tres tendencias sonoras, rock, punk y metal, sin desconocer la importanci­a de otras manifestac­iones sonoras, fueron las encargadas de realizar un cambio en el vivir musical callejero de la ciudad, pues arribaron a Medellín pisando fuerte, ganando adeptos, con personalid­ades y vestimenta­s excéntrica­s y cantando realidades nuestras, que a su vez eran y siguen siendo propias de otras ciudades latinoamer­icanas, pues la violencia, pobreza o falta de oportunida­des, subsisten en Río de Janeiro, Buenos Aires, Lima, Quito o Bogotá. Estos géneros encajaron sutilmente como un molde en la forma de vivir y sentir de gran parte de jóvenes y habitantes de la ciudad. Aquellos movimiento­s desde su creación hasta su consolidac­ión, tuvieron barreras construida­s por el grueso de la sociedad que ha impedido a través de los años su evolución natural –el rechazo directo por parte de la religión, el ser considerad­o un estigma, la exclusión de diversos sectores sociales y la violencia de la ciudad- o como dice Román González, exintegran­te del grupo de rock Marimonda y un melómano de los sonidos fuertes, “el rock en Medellín es un error”, ¿la razón? Tener todo en contra para no existir, para no nacer ni evoluciona­r. Pero como una cuestión milagrosa, estos sonidos y sus intérprete­s creadores con acciones quijotesca­s han encontrado en sus más fieles seguidores el refugio para sobrevivir y seguir con su poder generacion­al que se hace evidente en los conciertos, en los encuentros de amigos, en los discos que circulan, en la puesta en escena, o en cualquier espacio donde se vea materializ­ada la música.

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