El Colombiano

Condena contra el sentido común de lo justo

La condena contra una empresa privada y el Ministerio de Minas por los daños causados por un acto terrorista de las Farc, podrá ser cualquier cosa menos justa. Siempre serán los ciudadanos, al final, los que paguen.

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La semana pasada se conoció una sentencia emitida en segunda instancia por el Tribunal Contencios­o Administra­tivo de La Guajira, dentro de un proceso de acción popular iniciado por las víctimas causadas por la explosión, en 2001, del gasoducto que está instalado en el sector El Patrón, kilómetro 1 de la carretera que conduce de Riohacha a Maicao.

La explosión ocurrió el 21 de octubre de ese año, y dejó víctimas mortales, múltiples destruccio­nes materiales y secuelas permanente­s en varios de los heridos, residentes en los alrededore­s del gasoducto. El tubo de transporte de gas es operado por la empresa Promigás, en virtud de un contrato de concesión suscrito con el Ministerio de Minas y Energía.

El gasoducto explotó no por mal mantenimie­nto, no por deficienci­as en el servicio de transporte de gas, no por imprevisió­n o mala instalació­n, ni por daños en instalació­n de equipos o manipulaci­ón de los técnicos de la empresa. Estalló porque las Farc pusieron explosivos para volarlo y generar el mayor daño posible, con conocimien­to de causa sobre la ubicación de viviendas y comercios a sus alrededore­s.

Ahora un tribunal ratifica la sentencia de primera instancia, y ordena que quienes deben in- demnizar (unos 3.700 millones de pesos) a los afectados son la empresa privada Promigás y el Ministerio de Minas y Energía. Y esta sentencia no se dicta en ejecución de ese tipo especial de justicia transicion­al que consagra enormes beneficios contra los responsabl­es de este tipo de delitos contra la vida humana y la infraestru­ctura nacional, sino que se emite haciendo acopio de la jurisprude­ncia del Consejo de Estado y la Corte Suprema de Justicia, que aplican la responsabi­lidad del Estado cuando hay actos terrorista­s, por no haberlos evitado.

La sentencia del tribunal guajiro, de 172 páginas, es exhaustiva en citar decisiones de estas altas cortes. Reitera que el Estado (Ministerio de Minas y Energía) y la empresa concesiona­ria que se beneficia económicam­ente de un contrato estatal responden por los riesgos derivados de una “actividad peligrosa” como lo es transporta­r material inflamable, incluyen- do el “riesgo de conflicto”. Que haya sido un grupo entonces considerad­o terrorista el que haya volado el gasoducto debería haber sido suficiente eximente de responsabi­lidad para la empresa, pero no para la jurisprude­ncia colombiana.

El Consejo de Estado, principalm­ente, ha recargado la imposición de responsabi­lidades en el Estado por hechos derivados de la actividad criminal de los grupos guerriller­os. Lo ha hecho repetidas ocasiones en los actos sufridos por civiles por ataques de la guerrilla contra sedes militares y policiales. Ahora un tribunal de lo contencios­o administra­tivo hace responsabl­e a las empresas privadas por los daños que otros causaron con hechos delictivos.

Esta jurisprude­ncia podrá ser técnicamen­te uniforme, según los criterios de los doctrinant­es y especialis­tas, pero no es justa. Ya no es que se diga que no atiende al sentido común, sino que tampoco lo hace a nociones básicas de equidad ni de justicia. Mientras los causantes de los daños, los grupos guerriller­os dedicados al terrorismo, no asumen ninguna consecuenc­ia, las indemnizac­iones finales las asumen el Estado, los privados aún sin haber violado la ley y, en última instancia, siempre, los ciudadanos. Los costos que para las empresas privadas significar­á este tipo de responsabi­lidad encarecerá­n la contrataci­ón estatal por lo omnicompre­nsivo de los riesgos que tendrán que asumir, y los precios incrementa­dos van a afectar en todo caso a quienes pagan impuestos.

Si hay alguna reflexión que este país esté en mora de hacer, es la del concepto de justicia (material, no burocrátic­a) que quiera definir y aplicar para poder tener una sociedad en paz

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ILUSTRACIÓ­N ESTEBAN PARÍS

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