LOS POLÍTICOS Y LA CONCIENCIA
En los países escandinavos –Islandia incluida- los primeros ministros viven en apartamentos para clase media, lavan y planchan sus camisas, hacen mercado, caminan por las calles, no pueden atornillarse en sus sillas mandatarias.
En Colombia sus pares - presidente, ministros, congresistas- son seres ascendidos. No hacen fila entre el común de los míseros mortales. Engullen por debajo del mantel las comisiones de licitaciones y contratos. Rigen los destinos públicos hasta varios siglos después de sus muertes empolvadas.
Los resguardan de esas muertes trescientos guardaespaldas. Ganan sueldos de premio mayor de lotería y pensiones que engordan vejeces sin remordimientos. Cambian de carros blindados cada año para oscurecerse contra la realidad que se arrastra en los semáforos.
Allá, en los países nórdicos, ser gobernante o legislador es un oficio tan exigente como otros. Los altos dignatarios hoy son y mañana no. Su dignidad les viene de la función que cumplen: conducir el segmento oficial de la felicidad privada.
En contraste, entre nosotros los que gobiernan se separan. Desde nichos privilegiados se forran de dinero para su vida y la de su descendencia. Se apresuran, ya que acumular es trabajoso. Nunca se sacian ni de oro ni de dominación ni de notoriedad. Son los pobres poderosos. Los para siempre hambrientos.
Fabulando sobre la que llamó “República de la conciencia”, el poeta irlandés Seamus
Heaney, Nobel de Literatura 1995, divisó el sentimiento de los hombres investidos de autoridad en sociedades sobresalientes. La traducción es hecha en Colombia por Joe Broderick:
“Al asumir sus cargos, los funcionarios públicos / deben jurar su defensa de la ley no escrita, / llorar de ver- güenza por atreverse a ocupar sus puestos”.
La ley no escrita es, obviamente, la conciencia. Los mandatarios afrontan el tribunal de adentro de sí mismos. El que no tiene escapatoria. Aunque compren fiscales, procuradores y comisiones de acusación, hasta la muerte los acogotará el sirirí de sus conciencias.
En cuanto al llanto reglamentario, no existe alabanza más grande a la vergüenza. Las lágrimas hacen el papel de baño expiatorio ante una osadía. La de sentarse en una curul o silla soberana para orientar el destino colectivo. ¿Quién es capaz de aclamarse sin sonrojo como líder del comportamiento de millones?
Los mandatarios afrontan el tribunal de adentro de sí mismos. Aunque compren fiscales, procuradores y comisiones de acusación, hasta la muerte los acogotará el sirirí de sus conciencias.