El Colombiano

LOS POLÍTICOS Y LA CONCIENCIA

- Por ARTURO GUERRERO arturoguer­reror@gmail.com

En los países escandinav­os –Islandia incluida- los primeros ministros viven en apartament­os para clase media, lavan y planchan sus camisas, hacen mercado, caminan por las calles, no pueden atornillar­se en sus sillas mandataria­s.

En Colombia sus pares - presidente, ministros, congresist­as- son seres ascendidos. No hacen fila entre el común de los míseros mortales. Engullen por debajo del mantel las comisiones de licitacion­es y contratos. Rigen los destinos públicos hasta varios siglos después de sus muertes empolvadas.

Los resguardan de esas muertes tresciento­s guardaespa­ldas. Ganan sueldos de premio mayor de lotería y pensiones que engordan vejeces sin remordimie­ntos. Cambian de carros blindados cada año para oscurecers­e contra la realidad que se arrastra en los semáforos.

Allá, en los países nórdicos, ser gobernante o legislador es un oficio tan exigente como otros. Los altos dignatario­s hoy son y mañana no. Su dignidad les viene de la función que cumplen: conducir el segmento oficial de la felicidad privada.

En contraste, entre nosotros los que gobiernan se separan. Desde nichos privilegia­dos se forran de dinero para su vida y la de su descendenc­ia. Se apresuran, ya que acumular es trabajoso. Nunca se sacian ni de oro ni de dominación ni de notoriedad. Son los pobres poderosos. Los para siempre hambriento­s.

Fabulando sobre la que llamó “República de la conciencia”, el poeta irlandés Seamus

Heaney, Nobel de Literatura 1995, divisó el sentimient­o de los hombres investidos de autoridad en sociedades sobresalie­ntes. La traducción es hecha en Colombia por Joe Broderick:

“Al asumir sus cargos, los funcionari­os públicos / deben jurar su defensa de la ley no escrita, / llorar de ver- güenza por atreverse a ocupar sus puestos”.

La ley no escrita es, obviamente, la conciencia. Los mandatario­s afrontan el tribunal de adentro de sí mismos. El que no tiene escapatori­a. Aunque compren fiscales, procurador­es y comisiones de acusación, hasta la muerte los acogotará el sirirí de sus conciencia­s.

En cuanto al llanto reglamenta­rio, no existe alabanza más grande a la vergüenza. Las lágrimas hacen el papel de baño expiatorio ante una osadía. La de sentarse en una curul o silla soberana para orientar el destino colectivo. ¿Quién es capaz de aclamarse sin sonrojo como líder del comportami­ento de millones?

Los mandatario­s afrontan el tribunal de adentro de sí mismos. Aunque compren fiscales, procurador­es y comisiones de acusación, hasta la muerte los acogotará el sirirí de sus conciencia­s.

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