La Oficina de Alberta Sierra se cierra
¿Por qué se acaba la galería más vieja de Medellín? Un adiós con arte a un lugar de artistas.
Alberto Sierra no hablaba de la muerte, decía que era invocarla. No habló tampoco de qué pasaría con La Oficina, su galería, cuando se fuera.
Él no pensaba en la parca. Le tenía miedo, dice Julián Po
sada, gestor cultural, y eludía el tema. Aunque sabía que su vida era finita, añade María
del Rosario Escobar, directora del Museo de Antioquia, él no quiso pensar en eso. Era un hombre, dice, que no pensaba en cierres ni en finales.
Solo que la muerte llega y no avisa. A él, no obstante, trató de llevárselo varias veces, con distintas enfermedades, pero él se levantaba y seguía. Su sobrina Flor Sierra cuenta que el curador no pensaba que se iba a morir tan pronto, tampoco ellos, su familia que ahora es responsable de la galería, de su nombre y sus objetos. Lo mantenía vivo, precisa ella, una próxima exposición. “Cuando hablaba de arte se derretía, no tenía más aire”.
Sierra se murió el 19 de marzo de este año. Domingo. Tenía 73 años.
El cierre
En los días posteriores a la muerte del curador, la idea era seguir con La Oficina abierta. Tres meses después, la noticia es distinta: esta tarde se hará la última inauguración de la galería de Sierra, Hola y Adiós.
El artista Álvaro Marín cuenta que la realidad se impuso a la utopía. Él era la cabeza, y ante una responsabilidad tan grande, es difícil encontrar quién siga. Los más allegados se reunieron a pensar, pero la conclusión es que era imposible continuar, comenta.
Mantenerla a flote económicamente es difícil, y Sierra, añade Marín, era el de los malabares. “Había momentos en que la galería no daba y él lo cubría con un remanente que tenía. No hay cómo sostenerla ni quién se apersone. Él era el centro y el eje. Nunca dejó nada, él controlaba todo. No hacía concesiones, tenía una personalidad bastante difícil, por eso era controvertido. Por eso era único”.
Flor cuenta que se cierra porque Alberto era su esencia: era el curador, el marchante, quien elegía a sus artistas. “Era el de todo y esto no tiene alegría sin él. No es lo mismo”.
La galería era su proyecto personal, y al no pensar en la muerte, no hubo un sucesor ni una guía para continuar. Ju
lián Posada expresa que La Oficina tenía su visión y si bien algunos como él lo acompañaron a veces, eran sus intereses y su manera de trabajar, la característica del lugar.
Además, en la familia no hay quién pueda seguir, y si es alguien externo, habría que negociar el nombre y tener en cuenta los aspectos legales. Más allá de lo romántico y de ser la galería más antigua activa del país, añade Julián, está lo real, como que vender arte no es fácil en Medellín.
Así que mejor que entregarla a alguien que no se debe, agrega, mejor dejarla en un buen momento, con el recuerdo de La Oficina como Sierra la construyó.
El otro lado es que la casa no es propia. La también galerista Patricia Gómez es la dueña. Ella explica que la compró hace más de un año, porque ya había un negocio y seguro la iban a tumbar. “Yo compré la casa para que Alberto siguiera. Nunca pensamos que se fuera a morir tan rápido”. Ahora que él se fue, sus opciones son alquilarla o venderla, o seguir en la actividad del arte. Decidió tener una sede de La Balsa, para recibir artistas de largo aliento, que su proyecto de vida sea el arte o la investigación. “No pretendo reemplazar a Alberto ni ser su sombra. El nombre de La Oficina no me pertenece, es de los herederos”. Así que no podría seguir con esa galería, sino con la suya. Su idea es que después de que le entreguen la casa, arreglarla y arrancar en septiembre.
Una pérdida
Que se cierre una galería es una posibilidad menos para el arte, aunque allí llegará un nuevo espacio. Que se cierre La Oficina, sin embargo, es el fin de un pedazo de la historia del arte de Medellín: fue la primera galería que tuvo la ciudad. Justo este 2017 se celebran 45 años de esa vez que el curador la creó en la oficina de arquitectura que tenía con Santiago Caicedo y Jorge Mario Gómez en el edificio Camacol.
Por allí pasaron artistas como Beatriz González y Luis Caballero, y ahí se dio vida al Museo de Arte Moderno y se imaginó parte del Coloquio de Arte No Objetual. “Por aquí pasó lo mejor del arte colombiano y antio-
queño”, precisa Julián. Allí empezaron muchos nuevos artistas, porque a Sierra le gustaba el equilibrio entre los de recorrido que, señala Álvaro, le ayudaban a sostener el lugar porque sus obras se vendían, y los nuevos, que había que impulsar.
Pilar Velilla, quien era la galerista de Naranjo y Velilla, que también se cerró el año pasado, dice que es lamentable que no vaya más una galería, porque es evidente que estos espacios le convienen al movimiento de las artes plásticas, pero que igual se debe reconocer y aplaudir que hay una nueva generación de galeristas valiosos con un compromiso grande con el arte. Así que se pierde un lugar muy particular para los artistas y además, un espacio, cuenta María del Rosario, para sentarse a conversar libremente alrededor de esa mesa que era de trabajo y de comer, al mismo tiempo. “Vamos a perder un lugar muy amplio. Nos queda contar cómo pensaba Alberto, las contradicciones mismas que hacen parte de la historia del arte de Colombia y de Medellín. Nos queda a nosotros qué pasa”. Alberto Sierra era La Oficina, esa galería que tiene en el patio de atrás un árbol de guayabas