UN MENSAJERO DE LA CONCORDIA
La paz, como lo dijo el gran iusfilósofo italiano Norberto
Bobbio, no solo se puede entender desde el punto de vista interno -algo propio de la moral-, esto es, como la ausencia de un trance entre comportamientos o actitudes del mismo actor, sino desde la perspectiva externa -asunto que corresponde al derecho-, como la ausencia o el cese de un conflicto exterior entre individuos o grupos diversos (El problema de la guerra y las vías de la paz, págs. 158-159); es más, recordaba esta lúcida mente, al hacer referencia a la segunda faceta del concepto, que la paz es la ausencia de guerra, esto es, “el estado en que se encuentran grupos políticos entre los cuales no existe una relación de conflicto caracterizada por el ejercicio de una violencia duradera y organizada” (pág. 164).
La finalidad de la paz es, pues, evitar la guerra poniéndole fin al conflicto; pero, para lograrlo, no solo hay que desarmar a los contendientes sino a los espíritus; para “hacer la paz”, se requiere todo un proceso mediante el cual no solo se logre “poner punto final a las hostilidades o no hacer más la guerra, sino también instaurar un estado jurídicamente regulado que tiende a tener una cierta estabilidad” (idem). Pero esa noción también se debe abordar desde las perspectivas teológica y filosófica, en atención a que ella requiere de una gran dosis de justicia (sobre todo la de índole social) para que no sea inicua; y, como es obvio, necesita de una actitud apacible por parte de todos los asociados.
Todo esto, hace pensar que para lograr la concordia no basta con silenciar las armas o, como aquí acontece, entregarle el país a una de las bandas criminales -entre otras cosas, porque quedan otras organizaciones de la misma naturaleza a las que ya no hay nada para darles-, pues es necesario generar todo un proceso de cambios para que advenga la igualdad social máxime si, según el Banco Mundial, en Informe de diciembre del año pasado, nuestro país tiene el deshonroso segundo lugar de desigualdad en América Latina y el Caribe y, añádase, el séptimo en todo el mundo. Y, obvio es decirlo, todos debemos cambiar.
Una muestra de que ello es posible la viví el siete de junio cuando, camino a Bogotá, llegué al aeropuerto y, al abordar el avión, advertí cómo el capitán del vuelo de Avianca n°. 9341 esperaba en la puerta de entrada a todos y cada uno de los pasajeros, para darles la bienvenida; en especial, lo hacía con los niños, a quienes se les presentaba y saludaba de mano, y con las damas. A mí me jugó una elegante broma y me “prohibió” ingresar la caja de chocolates que llevaba en la mano porque, adujo, eran la competencia de otra empresa que a él le gustaba más; yo le repliqué que siempre los subiría, así no tuviera su permiso, porque eran originarios de una pequeña ciudad suiza.
Por supuesto, mientras me acomodé en la butaca a escuchar alguna bella sinfonía de mi compositor predilecto también aproveché para reflexionar sobre estos asuntos y entendí que este ser extraordinario nos había dado a todos los pasajeros, una doble lección: una, de profundo amor y respeto por su trabajo; y, otra, un contundente mensaje de convivencia armónica. Nunca, pese a que durante 36 años he viajado por más de 20 países, casi siempre en plan académico, había observado a un comandante -porque ellos suelen ser muy distantes- comportarse como aquel.
Es necesario, entonces, cambiar de actitud y luchar por construir escenarios como el propiciado por el admirable capitán Daniel Her
nández quien, con su mensaje, surca los aires de esta atormentada Colombia; y esto se hace indispensable porque, como recuerda de nuevo Bobbio, si no logramos solucionar nuestros conflictos sin acudir a la violencia esta última se encargará de borrarnos de la faz de la tierra
Todo esto hace pensar que para lograr la concordia no basta con silenciar las armas o, como aquí acontece, entregarle el país a una de las bandas criminales...