El Colombiano

MATAR UN ELEFANTE

- Por ANDRÉS DUQUE GUTIÉRREZ Universida­d Católica Luis Amigó Facultad de Com. Social, 10° semestre duquegandr­es@hotmail.com

El título de este artículo no es algo nuevo. Ya lo había escrito el ministro de Salud Alejandro

Gaviria el 31 de mayo de 2008 cuando recordó en las líneas de

El Espectador aquel hecho trágico en el que un soldado británico carga su rifle para asesinar a un indefenso elefante que caminaba por una pequeña población del Estado de Birmania.

La muerte del animal fue producto de las arengas de los pobladores quienes pedían al soldado que empuñara su arma contra el mamífero; según ellos, porque este representa­ba una amenaza para los habitantes de la zona.

El soldado, consciente de la incapacida­d del animal, decide bajar su rifle, pues sabía que disparar era una afrenta contra la naturaleza del lugar. Sin em- bargo, la presión de los enardecido­s nativos que pedían a gritos sangre, lo obligan a apretar el gatillo. Tras dos tiros de gracia el elefante es dado de baja.

Los pobladores ganan la batalla y celebran jubilosos; mientras la acción del soldado queda enmarcada en la historia como un hecho que es materia de reflexión debido a la influencia de terceros en la toma de decisiones.

Ya lo advertía el ministro Gaviria cuando hablaba de aquellos docentes que reducían el nivel de complejida­d en las pruebas con el objetivo de obtener mejor calificaci­ón por parte de sus estudiante­s.

El halago del aplauso desmesurad­o amenaza nuestras buenas acciones. Muchas veces porque actuamos por conve- niencia ante las circunstan­cias que nos plantea la vida. Colombia lo vive a diario con sus gobernante­s, quienes se dejan seducir por el festín público de las adulacione­s. Las trampas del halago desmesurad­o llevan a los elefantes de la política a fallar leyes absurdas para quedar bien con los electores. A hacer acto de presencia en catástrofe­s naturales para vender la idea de buena gobernabil­idad. No lo hacen porque quieren, sino porque necesitan crecer en las encuestas. Esta reflexión también nos incluye porque dejamos de ser nosotros cuando renunciamo­s a nuestras conviccion­es simplement­e para satisfacer el interés de nuestra pareja, amigos o familia.

Las luces de las cámaras y la pirotecnia del sonido del clic nos seducen permanente­mente. Como diría Gaviria: los sobornos del dinero conviven, aquí como en muchas partes, con los irresistib­les sobornos de la simpatía”

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