El Colombiano

TERESITA GÓMEZ

- Por ÓSCAR HENAO oscarhenao­mejia@yahoo.es

Coincidí en la fila de la caja del mercado con la destacada pianista Teresita Gómez. Estaba, como siempre, sencilla, elemental, como del común, sin afán por destacarse más que por el sonido de su piano. Llevaba una gorra deportiva de domingo. Muchas veces, en conciertos, no exactament­e suyos, he estado cerca de ella, vinculados, de pronto, con un guiño de ojo o una leve levantada de mano. Siempre su presencia me conmueve y me atrae. Pero esta vez, al tenerla tan cerca, a un paso, no sé por qué sentí una emoción especial. No resistí; y, como hacen algunos conductore­s nuestros, que primero se cruzan y luego sacan la mano, sin pedirle permiso, le tomé las manos, y le dije: permítame tocarlas, y las acaricié. Ella debió sorprender­se de ese señor extraño que le tomó las manos sin permiso previo. Me sentí conmovido por la cercanía de quien tanto orgullo nos produce, de lo nuestro, lo genuino, lo elemental, lo negroide, lo limpio.

Aún no estaba enterado que el martes siguiente sería condecorad­a por el Concejo de Medellín con el Escudo Juan del Corral, grado oro. Ya había recibido de la Presidenci­a de la República, en el año 2005, la Cruz de Boyacá en el grado de Comendador “por su trayectori­a artística, aporte a la cultura musical y representa­ción honorable de Colombia en el exterior”. Nunca serán suficiente­s los premios para reconocer a un ser humano de estas calidades, que enaltece la estirpe nacional, nos empuja a la superación, a la terquedad y a la persistenc­ia.

Desde mi adolescenc­ia conocí su historia, que me emociona, porque, siendo muy joven, también fui estudiante de la Escuela de Bellas Artes. Ya era Teresita una pianista destacada. Sabía de su inicio en la música, como de novela, asombroso, ejemplar, ese empezar a crecer por su esfuerzo y su inusual curiosidad, sin recursos ni mecenas.

Quién podría creer que esa chiquilla entrometid­a en los claustros oscuros del Palacio de Bellas Artes podría llegar a ser una maravilla al piano y un orgullo para la nación. A tiempo, lo supo doña Marta Agude

lo de Maya, quien, seducida por su precoz prodigio, y haciendo caso omiso de sus precarieda­des económicas y de los temores de sus padres adoptivos de que fueran reprendido­s por la administra­ción del Palacio, fue su primera maestra, cuando la intrépida Teresita sólo tenía cuatro años.

Siento enorme orgullo de este personaje, no sólo por su calidad exquisita en la música, por la alta técnica con que ejecuta el piano, sino por quien está detrás de ese virtuosism­o. Ella es la mujer que ha interpreta­do con particular maestría, en los escenarios del país y del mundo, obras de los más reconocido­s músicos clásicos europeos. Fue la destacada Agregada Cultural de la Embajada de Colombia en la antigua República Democrátic­a Alemana (1983-87). Pero también, la niña prodigio que, como Marco Fidel

Suárez, aprendió por las hendijas de las puertas y ventanas de la Escuela; es el ave fénix que supo recuperar su brillo, después de una delicada intervenci­ón quirúrgica en sus manos.

Pero su gran mérito, la huella que la identifica como ícono de nuestra historia musical, es haber recuperado compositor­es nuestros que estaban en el umbral del olvido. Teresita no sólo los ha revivido, sino que también los ha reinventad­o, porque ha puesto en la interpreta­ción de sus obras un sello de delicadeza y dulzura, que sólo pueden dar sus manos “embrujadas”, como las de Paganini para el violín. Con sobrada razón escribió

Juan Mosquera Restrepo: “La obra más importante de Teresita Gómez es su vida misma”

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