Justicia, por encima de la propia sangre
Hijos de militares de la dictadura argentina piden que no haya impunidad para criminales de guerra, aunque sean sus padres.
Los fantasmas de los hombres y mujeres que fueron arrojados al Río de La Plata, desnudos y vendados; de aquellos bebés de madres asesinadas que eran entregados a familias afines a la dictadura y, en general, de los 33 mil desaparecidos durante los años en los que los militares dominaron a sangre y fuego Argentina eran un peso demasiado grande como para llevarlo en el apellido.
Erika lleva toda una vida asumiendo que el Lederer, el apellido con el que llegó al mundo, es un sinónimo del terror en su país, una herencia maligna que la somete al juicio público y a los cargos de conciencia de por vida, así jamás haya empuñado un alfiler, o matado una mosca.
El culpable de todo es su padre, Ricardo Lederer, médico de oficio y capitán durante los años de Videla, asignado como obstetra al hospital de Campo de Mayo, una extensa área militar de 8.000 hectáreas, a 30 kilómetros del centro de Buenos Aires.
En sus años de apogeo, el capitán Lederer ayudó a recibir a los hijos de las embarazadas que llegaban a la guarnición como prisioneros, opositores de los militares. Con los niños en los brazos, procedía luego a firmar actas de nacimiento falsas para registrarlos como hijos de personas cercanas a la dictadura.
Pocas madres biológicas de estos infantes lograron salir con vida de Campo de Mayo.
Según las cifras de la ONG Abuelas de Plaza de Mayo, unos 500 niños fueron arrebatados a sus padres y cambiadas sus identidades. Hasta junio de 2016, esa organización ha rastreado y restituido la identidad de 121 personas.
Erika creció entre las habitaciones y celdas del complejo médico, saltando entre las cunas de niños que iban a terminar en brazos de padres falsos, por cuenta de su padre, irónicamente, el sí real.
“Tenía unos ocho años cuando empecé a darme cuenta de lo que era mi papá”, recuerda esta mujer, que enumera este como el primero de los tres momentos claves que tuvo que pasar para poder llegar a sentirse cómoda con ella misma.
En aquel entonces, año 1984, empezó a conectar las frases en la mesa con que algo no andaba bien en casa.
Su padre, médico, ponía en la misma mesa en la que cenaban, a baja luz, las fotografías de cuerpos que estaban obviamente sin vida y maltratados.
En los temas que se tocaban entre bocado y bocado aparecían aquellos vuelos cargados de seres humanos que regresaban vacíos tras un recorrido sobre las aguas.
Se trata de una crisis de identidad que no puede ser explicada de forma lógica y que responde a la costumbre de sociedades como las latinoamericanas de culpar por asociación. En otras palabras, de creer que los crímenes se heredan a hijos y nietos.
“Los hijos de milicos tenemos la batería de carga invertida”, explica. “No partimos de la idea de que somos inocentes, sino al revés, que somos culpables y tenemos que probarle a la sociedad que no lo somos”.
Ni reconciliación ni perdón
Aunque a Érika se le quiebra la voz al explicar las causas de su lucha, que le costaron renunciar a su familia, cuando habla de la justicia para los muertos durante esos siete años, no muestra duda alguna.
“¡No reconcilio nada!, que digan dónde están los desaparecidos. Si sos un genocida, cárcel común”, vocifera con el marcado acento de quienes viven en la capital gaucha.
Sin embargo, solo fue hasta mayo de este año que deci- dió que había que reunir a otros como ella, hijos de genocidas, para pedir justicia aún a costa de su propia sangre.
El disparador fue un fallo de la Corte Suprema de Argentina que permite que a los militares condenados por delitos de lesa humanidad les valgan por dos los días que han pasado en prisión antes de su condena definitiva. Sumando al descontento porque muchos militares murieron antes de ser condenados, la decisión judicial permitiría dejar libre a unos 700 actores militares en un tiempo muy corto (ver paréntesis).
En la icónica Plaza de Mayo, de Buenos Aires, protestaron menos de una semana después todas las organizaciones sociales del país para mostrar su descontento.
En medio de una tarde enfriada por el viento que llega del Río de la Plata, una voz sonó más que las otras. Se trataba de Mariana, identificada así, simple, pues su apellido, Etchecolatz, lo dejó en 2014.
Pidió que su padre, Miguel Osvaldo Etchecolatz, director general de Investigaciones de Buenos Aires entre 1976 y 1979 y responsable de 29 campos de detención clandestina, no reciba el polémico beneficio y siga encarcelado.
“Portar un apellido así es como que te obliga a sostener lo que hizo, y eso no se lo permito más”, le dijo a la revista El País Digital aquel día.
Eso fue lo que llevó a Érika a armar el grupo Historias Desobedientes, al que ya no pertenece por considerar que se empezó a permear por un aire de perdón.
“No reconciliamos, ni olvidamos, ni perdonamos. Cada frase tiene sentido, porque estos hijos de su madre nunca pidieron perdón”, agrega.
La frase le sale con amargura, tal vez al recordar en 2012 cuando el doctor Lederer, acorralado por las acusaciones con pruebas de haber cambiado identidades de bebés, optó por pegarse un tiro en la cabeza antes que ir tras las rejas.
No fue una decisión alocada. El padre de Etchecolatz ha insistido en que mató por deber y lo repetiría si fuera menester.
Una lucha interna
A los 15 años, en plena adolescencia, murió para Érika Lederer su apellido, cuando su pa-