GUERRA “LOW COST”
Cuando se esquiva a la muerte una vez, las posibilidades de ganar otro boleto como ese decrecen exponencialmente. Sin embargo, soy un tipo con suerte pese a todo. Apenas un par de días antes de los ataques en Southwark y los alrededores del Borough Market, paseaba tan tranquilo con mi familia por los mismos lugares y a la misma hora en la que un grupo de chalados se llevó por delante la vida de decenas de inocentes en Londres. Los asesinos perpetraron tamaña canallada en nombre de Alá, supuestamente, aunque lo más probable es que el mismísimo Alá en persona los haya enviado directamente al infierno sin pasar por la casilla de salida. Entonces reflexioné en estas páginas sobre la cobardía de estos matarifes y lo sencillo que es causar el mal. Matar es un trabajo para tontos, más aún si se trata de terrorismo “low cost”. La escasa formación de la mayor parte de integrantes de estas células de terrorismo barato así lo indica. No son necesarios grandes preparativos, la logística implica el simple alquiler de una furgoneta o el robo de un camión y ni siquiera se selecciona a las víctimas. Si son todos bebés, mejor que mejor, pues se trata de causar el mayor mal posible y desmoralizar al “enemigo”. Si hay víctimas musulmanas, tampoco importa porque si estas se encuentran rodeadas de infieles es porque están “contaminadas”.
La mayoría de estos desgraciados, pues es lo que son, tienen unas existencias miserables en los suburbios árabes de las principales ciudades europeas y americanas. Son la carne de cañón perfecta para formar estas células. En realidad no son más que munición en manos de imanes radicales que extienden su veneno por el mundo. Como no tienen dos dedos de frente y son más bobos que una mata de habas, se les recluta para la carnicería sin importar siquiera si son buenos o malos musulmanes.
El pasado jueves abandoné Barcelona apenas unas horas antes de la matanza de Las Ramblas. En la mañana del día de autos paseé con mis hijos a escasos metros del lugar de la masacre. Así que, en cierta medida, se puede decir que esquivé a la muerte por segunda ocasión.
Y mucho me temo que así seguirá siendo durante el resto de nuestras vidas, especialmente en Europa, donde solo el estrecho Mediterráneo nos separa del Magreb. En mi siguiente parada, en el pintoresco pueblecito de Sanary sur Mer, en la costa azul francesa, se han extremado todas las medidas de seguridad en previsión de atentados como el que sacudió Niza el pasado verano o el reciente de Barcelona. El centro histórico de la ciudad está cerrado a cal y canto al tráfico rodado, y solo los viandantes pueden acceder a su precioso puerto. La zona turística está blindada con bolardos automáticos del grosor de un neumático, capaces de enterrarse y desaparecer, o de erguirse de nuevo cuando es menester. Sin embargo, siempre hay brechas. La tarde anterior al ataque en Barcelona me detuve con mi familia frente a la Casa Batlló, una de las joyas arquitectónicas levantadas por Gaudí en plena ciudad. Allí, en el Paseo de Gracia, nos arremolinábamos en ese momento junto al edifico cerca de doscientas personas de todas las nacionalidades. Si un solo coche hubiera querido atropellarnos a todos hubiera bastado un volantazo y nada más. Así de sencillo y de un plumazo se habrían cobrado al menos una veintena de muertos.
Buscar una explicación racional a lo irracional es una pérdida de tiempo. El siglo XXI comenzó con un ataque que marcó el inicio de una guerra “low cost”: la de los idiotas contra la gente de bien
Matar es un trabajo para tontos, más aún si se trata de terrorismo.