El Colombiano

Las ‘pintas’ de la guerra las taparon con paisajes

Amalfi es una tierra de contrastes. Fue cuna del paramilita­rismo y a la vez morada de artistas como Piedad Bonnett. Sus habitantes borraron con arte las huellas del conflicto.

- Por DIEGO ZAMBRANO BENAVIDES

En la pared de la tienda de Emilsen Naranjo ubicada en la entrada de la vereda Boquerón, en Amalfi, durante décadas las consignas de los paramilita­res y las guerrillas fueron intocables. Aquel que se atreviera a borrarlas recibía muy pronto sentencias de muerte.

Todas ‘las pintas’ de los ilegales pasaron hoy al olvido porque los amalfitano­s, armados con brochas y litros de pintura, dibujaron encima de las frases los trapiches de caña, el valle sobre el que serpentea el Riachón, la Iglesia La Inmaculada Concepción y el célebre tigre de Amalfi. Borraron un pasado que solo recuerda los días más tristes de esa tierra primaveral del Nordeste antioqueño.

Erradicar el pasado

Amalfi es un pueblo cuyas cuadras fueron tan cuidadosam­ente planeadas que desde el aire se ven como una cuadrícula casi perfecta. Por eso lo llaman el ajedrez de Antioquia. El municipio fue precisamen­te usado como un tablero de juego por los grupos armados desde los años 80 hasta la primera década del siglo XXI.

Portachuel­os es el único corregimie­nto del municipio, ubicado a una hora del casco urbano por carretera destapada. Alejado del pueblo, fue el escenario perfecto para el enfrentami­ento de los grupos in- surgentes y las autodefens­as que se disputaban el control de una amplia zona del Nordeste del departamen­to.

Jorge Ignacio Ortega disfruta plácido de una mañana tranquila en una silla afuera de su casa. Ya no se esconde, como sí lo hacía siete años atrás, cuando la autoridad no era el Estado sino los grupos armados ilegales.

“Vivíamos con resignació­n. A las 6: 00 de la tarde nadie podía estar en la calle, pero no por orden del Gobierno sino de los paramilita­res. Nos metíamos hasta debajo de la cama”, relata Jorge Ignacio.

En varias ocasiones reunían a todos los hombres del caserío y sobre el piso, boca abajo, les hacían sentir el pico frío del fusil. Gerardo Gutiérrez vio morir en aquellos días a varios de sus vecinos, y Portachuel­os se fue quedando en el abandono, con me- nos de la mitad de su gente.

“A las 5: 00 de la madrugada nos sacaban de las casas. Por radio, decían: ya llevamos los pollos para el almuerzo —detalla Gerardo y suspira—. Entonces mataban a dos o tres”.

La vereda Boquerón está a 15 kilómetros del pueblo, y aunque no son más de 20 minutos en carro, la fuerza pública desapareci­ó de la escena durante el auge del Bloque Metro de las autodefens­as que plantó allí su base militar.

Luis Alberto Molina es ahora el presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda, y fue testigo de primera mano del destrozo que dejaron los paramilita­res a su paso.

“Boquerón era algo de terror. Uno ni siquiera podía contemplar cambiarle la fachada a las casas, los letreros de ellos eran intocables, y aún quedan algunos que todavía nos falta por borrar”, explica Luis Alberto.

Símbolos en las paredes

Una leyenda amalfitana, que se remonta a finales de la década de los cuarenta, reza que desde el más humilde campesino hasta el párroco iniciaron en aquella época una feroz cacería de un felino que se estaba comiendo las vacas, los marranos y los caballos del pueblo.

Hoy, dos monumentos al

“A la zona rural de Amalfi le devolvimos la alegría, vivían amargados y negligente­s, y ahora tienen esperanza”. DIEGO RÍOS CARMONA Director comunitari­o de Amalfi

que los pobladores bautizaron como el “tigre de Amalfi” sobresalen en el parque principal. El felino, que en realidad es un jaguar, se convirtió en parte de la identidad del municipio, aunque aún amenaza en las partes altas de la montaña con devorar el ganado de los campesinos.

En el sector de Otrabanda, que es la entrada al pueblo desde Medellín, una pared de un bígaro desteñido fue cambiada por un mural en el que predomina el verde sobre el cual pintaron no solo el jaguar, principal símbolo amalfitano, sino también los petroglifl­os del pueblo indígena tahamí, y otras insignias y postales del municipio.

Cuatro paredes en la cuales se plasmaron diversos paisajes embellecen ahora la cabecera municipal, la vereda Boquerón y el corregimie­nto de Portachuel­os. En estas lo-

calidades, 241 familias recibieron pintura para dar vida a las fachadas de sus casas.

La Administra­ción Municipal aportó $10 millones para este propósito y otros $25 millones fueron aportados por la Empresa de Vivienda de Antioquia (Viva). Los cuerpos de socorro, bomberos y Cruz Roja, se unieron a los pobladores en las jornadas para “colorear Amalfi”.

“Esta actividad movilizó a toda la comunidad. Para los amalfitano­s pintar sus casas fue como un toque de esperanza, sobre todo para personas que sufrieron bastante con el conflicto”, cuenta el alcalde Román Fernando Monsalve.

Sátur y Lucas fueron los artistas amalfitano­s que plasmaron su talento sobre las paredes siguiendo las intruccion­es de la Alcaldía de hacer énfasis en imágenes representa­tivas del municipio y la idiosincra­sia de sus pobladores.

“La idea es quitar todos los rastros de la violencia y buscaremos sin cansancio en todos los rincones para borrarlos”, advierte el mandatario local.

Colores de paz

En 27 años que Emilsen Na

ranjo lleva atendiendo su negocio, nadie había llegado con una propuesta semejante. Por eso, dice ella, no se confió de las palabras de los hombres que le anunciaban que sobre una de las paredes de su casa se pintaría un mural.

“Ahora se arrima más gente, hasta me dicen que me volví rica. Las cosas han cambiado tanto —anota Emilsen— que uno ya se puede acostar tranquila, sin temor de que le tiren la puerta abajo a mitad de la noche”.

Su tienda ahora está decorada con el valle del Riachón, con pájaros, flores y mariposas que lo atraviesan.

“Emilsen se negaba a que le pintaran la casa, no nos creía nada de lo que le decíamos y ahora es de las más agradecida­s”, cuenta Diego

Ríos Carmona, director comunitari­o de Amalfi.

Los días de pintura fueron una fiesta. Cada familia recibió los tarros con los colores de su preferenci­a, y se armó un sancocho en Otrabanda, Camellón, Zacatín, Boquerón, Portachuel­os, los cinco sectores intervenid­os.

Gerardo ve su casa pintada de azul celeste y rojo y se son- ríe. Dice que motiva ver cómo quedaron de bellas las fachadas, y cree que así suben los ánimos para seguir adelante en una tierra a la que aún le faltan oportunida­des.

“Ojalá que esto trascienda más allá de la pintura, está en manos de las autoridade­s que la violencia no regrese. Lo ideal es que además de estos bellos colores lleguen más fuentes de empleo”, plantea Gerardo.

Como la plata llega al campo en tiempo de cosecha y se esfuma con rapidez, Luis Alberto señala que la actividad llegó como una bendición. “Acá no hay recursos para esto, pero gracias a la pintura la gente que pasa por acá sin conocer la historia piensa que esto es un rin- cón de paz en el que se ha vivido tranquilo siempre”.

La pintura no es más que la excusa. Desde el fondo brotan los anhelos de los amalfitano­s por renovar el significad­o de su municipio: lograr que sus tierras no se recuerden por ser donde nacieron los Castaño, sino que Amalfi signifique panela, trapiches, cafetales y un felino que no da temor sino orgullo. O que sea sinónimo de bicicletas, porque se dice que allí hay más ciclas que personas

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El hogar infantil fue pintado como iniciativa de la Alcaldía luego del éxito de las jornadas de Viva.
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La tienda de doña Emilsen Naranjo, en Boquerón, tiene ahora un mural que atrae más clientela. Ya no hay rastros de la guerra. La silla de ruedas no fue impediment­o para que Luis Ángel Gutiérrez agarrara una brocha para embellecer la fachada de su casa.
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FOTO MANUEL SALDARRIAG­A
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