El Colombiano

¿El Eln podrá cambiar?

El acuerdo de cese temporal y bilateral de hostilidad­es es el primer logro parcial en el afán de reducir el daño a la población civil. Inicia el 1 de octubre, pero el Eln debería aplicarlo desde ya.

- ESTEBAN PARÍS

La sociedad colombiana tomó nota desde ayer del compromiso público que asumieron el Gobierno y el Eln al firmar el Acuerdo de Quito, que fija el inicio de un cese temporal y bilateral de hostilidad­es, durante 102 días, desde septiembre hasta enero próximo. Se trata de un pacto que, sumado a la desaparici­ón armada de las Farc, traería gran alivio a la población civil de todos los rincones del país.

El optimismo es moderado y el escepticis­mo, justificad­o. Con el Eln las faltas a la palabra empeñada y las frustracio­nes son numerosas, en especial porque su estructura horizontal de mando, tan colegiada, lleva a menudo a que alguno de sus frentes “se salga de la fila” y de las disposicio­nes del llamado Comando Central. La historia con el grupo subversivo guarda un cerro de documentos cuyo espíritu se deshizo entre el papel, las buenas intencione­s y la espera de la ciudadanía.

Pero hay que tener el empeño puesto en que esta vez, con el apoyo y la veeduría de la Iglesia Católica y de la ONU, se cumplan las palabras del jefe guerriller­o “Pablo Beltrán”, según las cuales el acuerdo y el hecho mismo de su firma son “muestra de que sí podemos cambiar”.

Un primer elemento rescata- ble del texto y el espíritu de esta tregua es que apunta, de manera directa, a desactivar los efectos del conflicto armado sobre la población civil. Ello, mediante compromiso­s específico­s: cese de los secuestros de nacionales o extranjero­s, de los ataques a la infraestru­ctura, de la siembra de artefactos explosivos y, en general, de toda acción militar que afecte a los no combatient­es.

Aunque algunos analistas advierten que el Acuerdo puede ser prematuro, dado que los aspectos sustancial­es de la negociació­n muestran avances mínimos, hay que resaltar que el cese mismo contiene elementos de respeto al derecho internacio­nal humanitari­o que no requiriero­n de aquellas negociacio­nes dilatadas e infructuos­as en que el Eln embarcó, entre 1996 y 2002, a voceros de la sociedad civil y del gobierno, en varias oportunida­des, para luego renunciar de facto a los esfuerzos por “modelar un desescalam­iento de la guerra”.

Esta tregua por un período definido representa un gesto de entendimie­nto y voluntad política de avanzar en la mesa, acrecentan­do la confianza, mientras que la opinión pública, claro está, vigila recelosa que la guerrilla cumpla y que el descenso de las agresiones sea medible por parte de los múltiples organismos de derechos humanos y monitoreo del conflicto. Dialogar sin ataques, lo asumen los negociador­es, permitirá “jalonar el resto de la agenda”.

Queda por supuesto que las partes desarrolle­n y precisen los protocolos para el seguimient­o en el terreno, en la cotidianid­ad de los combatient­es, pero sobre todo en el día a día de las comunidade­s en medio del fuego cruzado, las mismas que la Fuerza Pública no puede dejar a su suerte en esta tregua.

El Gobierno Nacional, por su lado y en signo de reciprocid­ad, procurará mejorar la protección de líderes sociales y activistas de derechos humanos y atender la crisis de la población carcelaria, además de respetar la protesta social. El presidente Juan Manuel Santos está obligado a explicar al país los alcances de haber aceptado el Acuerdo de Quito.

Si las palabras del Eln se cumplen, el cese de hostilidad­es deberá construirs­e desde ahora mismo, porque más allá del calendario anunciado está el pedido permanente de diferentes sectores sociales y políticos, para que esa guerrilla detenga su habitual brutalidad contra el medio ambiente, los bienes públicos y privados y la libertad y la vida de ciudadanos inermes.

La expectativ­a es grande, pero la racionalid­ad exige primero resultados palpables, sin que el Gobierno incurra en concesione­s que vulneren el marco legal y la Constituci­ón

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ILUSTRACIÓ­N

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