LA VOZ DEL HIJO
Llega a vos con el alumbramiento. Entre el tímido balbuceo y el rugido animal, la voz del hijo redefine todo lo que hasta entonces llamabas “sonido”. Procurás descifrar sus colores y, sin palabra de por medio, das inicio a una suerte de arqueología del silencio: intuir las intenciones en la primera voz del bebé.
Tengo frío. Siento hambre. Estoy incómodo. Quedate, mamá.
Esa voz entrena el alma. Aun en un parque atestado de niños, reconocés el grito del hijo, tras la caída del columpio, la picada del bicho, o el temor a lo desconocido...
Nunca pensás en cómo se esculpe su acento, si evoca el tuyo, el de su padre o el de sus abuelos, si honra su ancestro montañero o si trae ecos del mar, de la sabana, de alguna ciudad distante. (O si imita el sonsonete de youtubers, héroes de videojuegos y programas de televisión: la soledad de un niño pasa factura de maneras insospechadas). Apenas sí alcanzás a notar cuándo asoma el ‘ bienpensar’ escolar, la compostura de la doma lingüística y su marcado contraste con la resonancia, soberbia, de la pubertad.
En un parpadeo, la voz del hijo pasa de la ternura de Mi
guel Hernández –“tu risa me hace libre, me pone alas”– a las premoniciones de José Án
gel Buesa: “Con la sed amarga de la adolescencia beberá en la fuente turbia […]”.
Las inflexiones de la voz del hijo abarcan todos los significados: en el teléfono, los altibajos de la primera frase desvelan su alma. Ya nada te engaña, ni las hormonas que hacen de las suyas en la tesitura del varón joven.
Cuando está lejos e ignora tus llamadas, sentís despertar a tu madre en tus labios (¡el calco de ADN que es la voz!): “¿Dónde andará este mocoso? ¡Si le dije que llamara apenas llegaran a la finca, cuando saliera del examen, tan pronto se bajara del bus…!”.
Los eternos años monosilábicos te enseñan a gozar con lo mínimo: sus gritos de gol, su karaoke enmarcado entre audífonos, la exploración del universo intrincado y trampo- so de los idiomas extranjeros… Entonces, de repente, la voz del hijo se alza como un estruendo en un cañón rocoso: ¡habla y no le entendés!, ¡ya sabe más que vos!
(Recuerdo los sollozos de una amiga al contarme cómo, por error o torpeza, su esposo había borrado del viejo buzón de llamadas el saludo con la voz de su hijo: “Hola. Esta es la casa de la familia Tal. Deja tu mensaje después de la señal y pronto te devolveremos la llamada… [biiiiiiiip]”. Parecería una anécdota intrascendente de no ser porque dos meses atrás ese hijo se había quitado la vida).
No existe poema más bello ni canción más sugestiva que la voz del hijo. Un cielo en un infierno cabe: no hay daga que hurgue tan hondo como su silencio. Su reclamo. Su ausencia.
Es el sonido que rompe todas las barreras. Y viajarás en su espectro hasta que dejés de ser vos
No existe poema más bello ni canción más sugestiva que la voz del hijo. Un cielo en un infierno cabe: no hay daga que hurgue tan hondo como su silencio. Su reclamo. Su ausencia.