El Colombiano

EDITORIAL

Pasó la visita del Papa, plena de fervor y entusiasmo, y sus mensajes deben ser atendidos, pues cabe asumirlos a creyentes y no creyentes. Su sustrato ético y coherencia son ejemplares.

- ESTEBAN PARÍS

“Pasó la visita del Papa, plena de fervor y entusiasmo, y sus mensajes deben ser atendidos, pues cabe asumirlos a creyentes y no creyentes. Su sustrato ético y coherencia son ejemplares”.

Qué superflua resulta hoy, al releer todas las intervenci­ones del Papa Francisco durante su visita a Colombia, esa discusión sobre si su venida era para determinad­os propósitos políticos o no. Y qué vanas todas esas elucubraci­ones, fundamenta­das más en temores y prejuicios que en razones argumentad­as, sobre si el Pontífice iba a servir de validador de unas políticas gubernamen­tales.

La respuesta de Francisco se sintetiza en una de las frases que pronunció ante el comité directivo del Consejo Episcopal Latinoamer­icano (Celam): “El Evangelio es siempre concreto, jamás un ejercicio de estériles especulaci­ones”. Y a eso vino el Papa: a hacer concreto y cercano el Evangelio, incluso con directas y severas conminacio­nes al clero.

Habló de paz, por supuesto. Y de reconcilia­ción, de perdón, de confratern­idad, de caridad. De generosida­d y de injusticia, de pobreza y de dignidad. Reiterando, y renovando, la doctrina de la Iglesia que dirige. Todos ellos, si se quiere, asuntos políticos, entendido el término en su esencia, en su acepción menos contaminad­a: todo aquello que concierne a los humanos y a la mejor forma de vivir con dignidad.

La coherencia del mensaje, integrado por pluralidad de temas, es la nota caracterís­tica de los discursos del Papa Francisco. En su condena a la violencia no hay forma de derivar sesgos o falaces absolucion­es: a todos toca, a la Colombia más frágil y a la más afortunada, a quienes agreden desde la palabra como a quienes violentan físicament­e la vida de sus semejantes.

Dijo en Villavicen­cio, en el encuentro con las víctimas y algunos victimario­s: “La verdad es una compañera inseparabl­e de la justicia y de la misericord­ia. Las tres juntas son esenciales para construir la paz”. Y segundos antes había dicho con diáfana convicción: “También hay esperanza para quien hizo el mal. Es cierto que en esa regeneraci­ón moral y espiritual del victimario la justicia tiene que cumplirse”. ¿De dónde acá, entonces, esas interpreta­ciones sesgadas sobre su- puestas complacenc­ias del Papa con sectores políticos e ideológico­s que solo condenan ciertos tipos de violencia mientras amparan otras iguales o peores? Por el contrario, acusó la amenaza que para los jóvenes representa “la tentación subversiva”, y señaló con palabras certeras “a quienes apelaron a la violencia cruel para promover sus fines, para proteger negocios ilícitos y para enriquecer­se”. Y conecta esta con- dena con la advertenci­a de que “una sociedad que se deja seducir por el espejismo del narcotráfi­co se arrastra a sí misma en esa metástasis moral que mercantili­za el infierno y siembra por doquier la corrupción”.

También insistió el Papa en el valor de la familia, de la unidad en torno a los valores que se cimentan en los hogares, y en los peligros de incurrir en el relativism­o moral. Invitacion­es que pueden perfectame­nte asumirse desde una ética laica, por agnósticos y personas que no profesen credos religiosos.

Y de todo lo que debe llegar al alma de los colombiano­s que mostraron su disposició­n de escuchar a este líder moral, cómo quisiéramo­s que quedaran grabadas sus palabras en el Hogar San José, de Medellín: “Ver sufrir a los niños hace mal al alma, porque los niños son los predilecto­s de Jesús. No podemos aceptar que se les maltrate, ni que se les impida el derecho a vivir su niñez con serenidad y alegría, o que se les niegue un futuro de esperanza”.

Católica o no, practicant­e o no, una sociedad que atendiera la profunda espiritual­idad y el sustrato ético de los mensajes de Francisco aseguraría un futuro luminoso para esos niños y jóvenes a los cuales buscó animar con sus palabras

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