El Colombiano

Los saberes ancestrale­s, entre la selva y los tableros

- Por JOHN SALDARRIAG­A

Lo primero que aprenden los niños de la etnia emberá catío, en los lejanos montes de Frontino, Antioquia, es a sobrevivir.

En lugar de ir a la escuela cuando cumplen cinco o seis años, como los chicos de la ciudad, a jugar o a sentarse en las bancas a ver a un profesor escribir en el tablero los números y las letras, ellos tienen que aprender a no morirse en el mundo amenazante en que habitan.

¿Qué se ganarían intentando entender que uno más uno son dos, o que jedako es la forma como deben escribir luna o que nutria es la palabra en español con la que los mestizos le dicen a su jinopotuwa­rra, si no saben cómo vadear o cruzar a nado el torrentoso río Grande; cómo distinguir las plantas curativas de las venenosas, las de los maleficios de las de la suerte, y también a cazar y a pescar?

Cuando estas instruccio­nes terminan, los niños tienen ocho años más o menos.

Entonces en ese momento sí van a la escuela.

Pascual Bailarín nació en el Chuscal de Murrí, una vereda situada a varias horas del sector urbano, unas en bus de escalera y otras caminando. Vive en Julio Grande, donde es profesor de la institució­n educativa del resguardo Chakenodá desde hace 20 años.

Nos conocimos el 10 de septiembre pasado, cuando él esperaba para graduarse en el salón de actos del colegio Manuel Antonio Toro, de la cabecera municipal de Frontino, con el título de Licenciatu­ra en Pedagogía Infantil, expedido por la Fundación Universita­ria del Área Andina.

Enseñarles a los niños: eso es lo que han hecho siempre; son profesores de formación normalista, nos había dicho Martha Lucía Peñalosa Barriga, coordinado­ra académica de la universida­d, horas antes. Solo que ahora, explicó, recibieron formación académica, conocimien­tos pedagógico­s y certificar­on sus saberes tras un curso de 120 horas, impartido los sábados, en la zona urbana de ese municipio de Occidente.

Mientras iban llegando los otros doce graduandos, tres de estos indígenas embera como él, Gladys Bailarín, de la vereda Chontaduro; Gerardo Pernía Bailarín y Claudia Bailarín Domicó, del Chuscal, y nueve mestizos, profesores de colegios del sector urbano, Pascual se entretenía observando a los decoradore­s del recinto, la forma como iban disponiend­o las sillas, las flores, las carteleras con mensajes edificante­s.

Vestía traje de gala, que incluye cintas de colores en la cabeza, okamá —el collar de chaquiras coloridas que identifica a los embera—, una pañoleta que le rodea el cuello y cae sobre el pecho y tintes negros en las mejillas.

Contó que él también recibió instruccio­nes de superviven­cia cuando era un niño. Y así lo hicieron sus padres y sus abuelos, y lo hacen sus hijos.

El monte, explica, está a pocos pasos de los caseríos, y en él abundan fieras y serpientes, y los ríos son muy turbulento­s.

Por eso no es recomendab­le que la gente, ni siquiera las personas mayores, se demoren hasta muy tarde en la noche o se queden solos, y menos que atraviesen borrachos los aislados parajes.

Añadió que la cacería en esa zona es de guaguas, tatabras, venados y saínos, y que la practican con escopeta.

Educación ancestral

Chakenodá hace parte del corregimie­nto La Blanquita, en el occidente del mapa frontineño. Está conformado por 93 habitantes distribuid­os en 25 familias.

Allí, los ancianos no hablan español y apenas si saben firmar.

Los mayores les inculcan a los niños la fe en Caragabí, el dios creador de todas las cosas, menos del agua, y les cuentan historias ancestrale­s.

Les relatan, por ejemplo, que Caragabí creó a los hombres; al Sol, al que llaman Humantahú; a la Luna, a la que le dicen Gedaco. Dio a los humanos el maíz y el chontaduro.

El dios le pidió a su papá que le enseñara a obtener agua para los hombres, y él le entregó una varita con la que debía golpear las piedras para que brotara, y les enseñó que debían recogerla cada mañana. Andando los tiempos,

pudo darles agua en abundancia y muchos peces.

En la escuela Ignacio Sinigüí Bailarín, Pascual tiene 23 alumnos de primero a quinto grado, en jornadas de lunes a viernes, de 8:00 de la mañana a 12:00 del mediodía.

Por supuesto, él se encarga de enseñarles matemática­s —a contar con piedras, hojas y maíz—, ciencias naturales, ciencias sociales, educación física y tres lenguas, porque además de embera y español, les imparte conocimien­tos de inglés.

Y, claro, los ejemplos en todas las asignatura­s los hace con los elementos cercanos a ellos, con los animales y las plantas locales.

Un diploma muy sudado

Durante un año de estudios de pregrado, Pascual Bailarín, lo mismo que sus compañeros indígenas, debía recorrer diez horas para llegar hasta la cabecera de Frontino para asistir a clases con sus compañeros de los colegios urbanos.

Para ser exactos, Gladys y Gerardo tardaban dos horas más caminando por aquellos montes.

Por la lejanía en que viven, los embera tuvieron licencia para no dictar clases los viernes, mientras duraban los estudios, y dedicarlo a viajar.

“En el estudio universita­rio nos inculcaron la valoración de los saberes ancestrale­s, y nos dieron métodos para enseñarlos mejor”. PASCUAL BAILARÍN Educador

Pascual salía temprano del resguardo y emprendía el camino por terrenos montañosos de clima caliente, que atraviesan sembrados de plátano, arroz, yuca y caña de azúcar.

Se detenía apenas una o dos veces para comer su fiambre y, al cabo de siete horas, llegaba al resguardo La Blanquita, donde abordaba un bus de escalera que lo llevaba a la cabecera de Frontino en tres horas. Llegaba al anochecer. El sábado atendía las tutorías, en los computador­es dotados de Internet, del que carecen en el corregimie­nto, en una jornada de ocho de la mañana a cuatro de la tarde.

El lunes, emprendían el camino de regreso.

Así, las semanas se empataron unas con otras, pero como ahora comenta Pascual, “valió la pena tanto esfuerzo. Estoy feliz con el diploma. Creo que los alumnos son beneficiad­os porque lo que hemos aprendido se nos tiene que notar”.

El profesor de la escuela Ignacio Sinigüí dice que no para de insinuarle­s a los muchachos que pasan por sus aulas que no se aparten del estudio.

“La educación es la mayor gracia que podemos alcanzar”

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Pascual Bailarín, Gladys Bailarín, Gerardo Pernía Bailarín y Claudia Bailarín Domicó, los emberas catíos graduados en Frontino.
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FOTO MANUEL SALDARRIAG­A

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