El Colombiano

LOS AÑOS DE UPA

- Por ÓSCAR DOMÍNGUEZ oscardomin­guezg@outlook.com

De pronto, por culpa de las descargas eléctricas que llovieron sobre Medellín el martes en la tarde, quedamos como en los años de upa: sin televisión y sin internet.

El hombre de internet sin internet, su prótesis cibernétic­a, queda incompleto, hecho un Blas de Leso. Necesitamo­s vivir al segundo. Saber dónde tiembla la tierra, o qué destino cogieron los huracanes que nos recuerdan lo frágiles, impotentes y minúsculos que somos.

Tuve la sensación de que no existía. Hasta llegué a preguntarm­e: ¿Y si el mundo se acaba a mis espaldas?

No vacilé en llamar a mi jíbaro o proveedor de cable para amenazarlo con pasarme a la competenci­a si no me devolvía internet, uno de mis juguetes preferidos.

“Usted no sabe quién soy yo”, estuve tentado de decirle como cualquier borrachito que atropella transeúnte­s con su carro.

Como las penas con pan son menos, llamé prójimos que me confirmaro­n la “buena nueva” de que tampoco ellos sabían qué hacer con sus vidas sin televisión ni internet.

Alcancé a imaginar cuántos correos que me cambiarían la vida me perdí por culpa de los rayos y centellas que cayeron.

Ni modo de expresar solidarida­des con parientes o amigos residentes en México, país al que le llovió un terremoto sobre las ruinas del que empezaban a olvidar. Nunca he utilizado la voz palimsesto porque me enguaralo, pero el sismo de ayer clasifica para debutar con esa palabreja.

Me aguanté las ganas de llamar al guachimán del cuar- to donde funciona el botón nuclear para pedirle que si llega un pavo real de peluche a pavonearse en sus predios para asustar a Corea del Norte, que se haga el pendejo. O le diga que el botón está inactivo por falta de pago.

Poco a poco me fui tranquiliz­ando. El espejo retrovisor me devolvió a mi infancia cuando en casa la radio hacía las veces de periódico, televisión, internet.

Me sentí escuchando radionovel­as o rezando un rosario más largo que una hora sin internet. O dedicado a memorizar las estériles tablas de multiplica­r.

Recordé que tengo álbumes de fotos. Desempolvé retratos color tiempo y me vi comiendo pirulí y luciendo pantalones bombachos hechos al ritmo de la máqui- na Singer. También volví a ser felicísimo pasajero del tranvía que reencarnó en el de Ayacucho.

Revisando libretas encontré un pensamient­o del holandés Cees Nooteboum, quien nos dice que incluso cuando traen las peores noticias, los medios de comunicaci­ón ejercen un efecto tranquiliz­ador: nos recuerdan que el mundo existe.

Cuando estaba en lo mejor de mi sabático, volvió internet que me regresó a esos medios que mencionaba el futuro nobel de literatura holandés. Mi recreo –y mi felicidad- habían terminado.

“El hombre mata lo que más ama”, según alcancé a leer de Wilde en el lapso en que rayos y centellas nos recordaron que somos un punto aparte en la ortografía del universo

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