El Colombiano

CON LAS MANOS VACÍAS

- Por ERNESTO OCHOA MORENO ochoaernes­to18@gmail.com

El próximo sábado se cumplirán 120 años de la muerte de

santa Teresa de Lisieux, conocida entre nosotros como Santa Teresita del Niño Jesús, la carmelita francesa, doctora de la Iglesia, muerta a los 24 años el 30 de septiembre de 1897. A riesgo de repetir cosas que ya he escrito antes, dedico este espacio a su mensaje espiritual.

Esta dulce muchacha francesa, que entró al convento a los 15 años, propuso una verdadera revolución espiritual con su doctrina del “camino de infancia”, (“la petite voie d’enfance” = el caminito de infancia espiritual), que desorienta un poco al ser traducido con el diminutivo pero que no es otra cosa que una recia espiritual­idad de la esperanza vivida en el gozoso martirio del abandono y la con-

fianza en Dios. Es la suya una santidad sin tramoyas místicas, una ascética de las manos vacías. Ella lo sentía así: “Au soir de cette vie, je paraitrai devant vous les mains vides” (“En la tarde de esta vida, comparecer­é delante de ti con las manos vacías…”.

Lo medito en esta tarde, a la luz del ocaso. Todos (quién más, quién menos), llegamos convertido­s en muñones existencia­les a la tarde de la vida, en la que, según otro carmelita, San Juan

de la Cruz, nos examinarán en el amor. Es una extraña experienci­a de fracaso, de frustració­n, de utopías deshechas, cuando ya todo parece irreversib­le. Vienen entonces la decepción, la rebeldía, la autocompas­ión. O la blasfemia. O una enfermiza resignació­n. Para muchos, la muerte no es el fin material de los días, sino el ahogarse en la sensación dolorosa de llegar al final “con las manos vacías”.

Es cierto. A la vuelta de los años, la vocación termina siendo la fidelidad a un sueño roto. Y llegar a este convencimi­ento no es, como pudiera parecerlo, una concesión que se hace al pesimismo sino un humilde paso hacia la serenidad, hacia el heroísmo silencioso de la cotidianid­ad.

No hablo de resignació­n. Se trata del sentimient­o hondo de las limitacion­es, de las fragilidad­es y de la fugacidad de la vida, que nos lleva a aceptar la condición humana sin seguir pidiéndole peras al olmo.

Ser hasta el final fieles a un destino, a una vocación, a un puesto en la vida, con el sabor en el alma de que no era eso lo que soñábamos (o que si era eso, terminó siendo un logro imperfecto, lleno de vacíos) es una forma de valentía. Tal vez la única valentía que se nos pide. O la última. Siempre y cuando esa fidelidad a los sueños rotos sea una fidelidad sin amarguras, llena de humilde alegría.

Entreabro los ojos. Se diluye en el horizonte, tras el perfil de los montes, la luz del ocaso, que es la luz de la fugacidad. Lo que sigue es la noche. Embriagado por este aroma de nocturnida­d, tan presente siempre en toda propuesta mística, acepto y me repito que vivir y morir, este llegar al final con las manos vacías, es para muchos (para todos, pienso yo) depositar en la manos de Dios el ripio de sueños rotos en que a la postre se convierte la existencia

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