HASTA SIEMPRE, NIÑOLINDO
¿Qué sería de los lugares por donde pasamos la vida sin los personajes que los enriquecen? De mi infancia en Bolívar recuerdo especialmente a Manuel Terreno, las Mudas, Ave Negra y Raquel, una señora invidente a quien, en un derroche infinito de crueldad infantil, le gritábamos Gallina Ciega para que nos persiguiera a tientas. Perdón, Raquel, donde sea que esté su alma.
Muchos años después, fui descubriendo en mi barrio los personajes típicos que, sin darse cuenta, forman parte del patrimonio inmaterial del territorio. Entre ellos Pare y Siga, un señor que a la voz de “pare” de los traviesos muchachos detenía su marcha, y a la de “siga”, la continuaba. También estaba María Trapos, que dizque era millonaria y tenía una finca en La Loma, aunque invariablemente los lunes recorría todo el barrio pidiendo limosna puerta a puerta. Y Niño Lindo, dos palabras que volvimos una, Niñolindo, un ser inofensivo y atemporal del que era imposible saber si tenía treinta años o setenta.
El martes en la noche lo sorprendió “la muerte de los justos”, como diría alguna abuela entrada en años: En su cama, en silencio, sin drama.
Juan David Delgado, un joven del barrio que lo conoció de siempre, compartió conmigo apartes de un perfil que hizo de él hace unos años:
“Niñolindo era, en mi infancia, un personaje que nos inspiraba algo de miedo. Incluso si andábamos bastante inquietos, algunas personas mayores acostumbraban asustarnos con él: “Se los va a robar Niñolindo si siguen fregando”, decían. Y esa advertencia bastaba. Su mejor amigo siempre ha sido un costal. Y por algún tiempo mis amigos y yo creímos que dentro de él llevaba a los chiquillos que se robaba. Sin embargo, los días pasan bastante rápido y poco a poco logramos comprender que aquel personaje con el que tanto nos amedrentaron no era más que un alma pura, serena, paciente e inofensiva. Cada calle, cada casa, cada esquina y cada bolsa de basura han formado parte de su existencia, que para nadie de este sector de la ciudad pasa desapercibida. Sin lugar a dudas, él llena de color y excentricidad las mañanas, haciendo que la tradición y la identidad de San Javier permanezcan”.
Así es. El barrio ya extraña a Fabio Antonio, como apenas ahora sabemos que se llamaba este hombre que parecía un niño, aunque tenía 72 añitos, el que siempre cargaba la guitarra, el radio, el sombrero y el costal. Un ser singular que nació sin belleza, riqueza ni perfección, pero no le importó porque sencillamente nunca supo que el mundo se regía por códigos tan absurdos.
Para algunos pudo haber sido alguien insignificante, ignorado, ninguneado, pero su muerte ha generado tristeza colectiva. En su misa exequial, donde no cabía ni un arroz parado, fue despedido entre aplausos de respeto y cariño, como un héroe, hasta entonces anónimo, al que seguramente muchos le quedamos debiendo.
Sin haber sido su amiga más cercana, me da en pensar que, sin saberlo, algo muy bonito nos enseñó: Su decencia, tal vez. Su dignidad, esa manera de no pedir nunca nada pero recibir agradecido, con su sonrisa desdentada, todo lo que a bien tuvieran darle. Su trasegar silencioso en medio de tanta indiferencia social, aunque “semos de los mismos”, como dijo alguna vez. Sí, señor, “semos” de los mismos, aunque la sociedad nos ponga etiquetas diferentes. Hasta siempre y buen viaje, Niñolindo
Niñolindo, un ser singular que nació sin belleza, riqueza ni perfección, pero no le importó. Nunca supo que el mundo se regía por códigos tan absurdos.