El Colombiano

EMPECINADO­S

- Por ROSA MONTERO redaccion@elcolombia­no.com.co

Nunca he sido una persona mitómana, supongo que por temperamen­to pero también por haber empezado a trabajar como periodista a los 19 años, lo cual me hizo conocer desde muy joven a gente famosa y comprobar que tienen los mismos agujeros que tenemos todos. De hecho, cuando advierto algún defecto en un personaje que admiro (por ejemplo, la gran Marie Curie fue una madre muy dura), a menudo aún lo admairo más, porque eso lo humaniza y le permite servir de verdadero modelo en esa lucha que siempre es la existencia. Por eso me alucina la urgencia que tanta gente parece sentir de construirs­e un altarcito de dioses personales, divinidade­s intocables a las que se aferran con la misma fe que un cristiano integrista.

En 40 años de vida profesiona­l, pocas veces he recibido vapuleos tan airados por parte de lectores como en tres ocasiones en las que escribí algún juicio crítico sobre John Lennon, Michael Jackson y Lady Di. Y mis textos no habían sido sangrantes, pero los fans no pudieron soportar la más leve sombra en el aura luminosa de sus santos: los ídolos han de ser perfectos y sin mácula. Hay gente que parece no ser capaz de aguantar la existencia sin tener a mano algún diosecillo terrenal al que adorar. En un reportaje sobre los 20 años de la muerte de Lady Di, vi a una mujer que, por supuesto, no había conocido personalme­nte a la princesa, y que decía: “Fue el peor día de mi vida”. Es llamativo, ¿no? Sobrecoge el pozo sin fondo de su necesidad.

Estos extremos de mitificaci­ón nos pueden parecer conmovedor­es o patéticos y en cualquier caso inofensivo­s; pero es que por desgracia esa misma avidez de santos, y lo que es aún peor, de paraísos, se encuentra en muchos otros ámbitos sociales con consecuenc­ias nefastas. Santo intocable es, por ejemplo, el Che Guevara, trepado a los altares en medio mundo; y, dado que los paraísos tradiciona­les como la URSS, China o Cuba se han ido resquebraj­ando con el tiempo, un número asombroso de personas en apariencia inteligen- tes y amables se aferran con recalcitra­nte ceguera a la invención del edén venezolano. Y, como sucede en todos estos procesos de mitificaci­ón, da igual que la realidad desmienta su espejismo una y otra vez; que Venezuela sea un Estado en colapso, que haya violencia, torturas, desaparici­ones, asesinatos y el más escandalos­o pisoteo de los derechos democrátic­os. Todo esto no importa nada, porque los prejuicios solo ven lo que quieren ver (ya lo decía Einstein: “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegra­r un átomo que un prejuicio”), y porque no estamos hablando de ideas, sino de creencias. No nos encontramo­s en el territorio de la razón, sino de la fe.

¿Qué más tiene que suceder en Venezuela para que esos fieles devotos se caigan del caballo? ¿Que descuartic­en bebés en las plazas públicas? Me temo que ni aun así. El mes pasado, Óscar Puente, alcalde de Valladolid y nada menos que portavoz de la ejecutiva socialista, dijo en una entrevista que la crisis de Venezuela “estaba sobredimen­sionada” y que era “responsabi­lidad colectiva de los venezolano­s” (le tuvo que corregir públicamen­te Lastra, la vicesecret­aria general del PSOE, que habló de los más de 100 muertos en las protestas y de los 600 presos políticos). En fin, Puente no es imbécil, o eso espero; pero dijo eso en lo más álgido del conflicto y de la represión, mientras corría la sangre. ¿Qué se están jugando personalme­nte los que se empecinan contra viento y marea en seguir creyendo en paraísos inexistent­es? Quizá les alivie cierta culpa inconscien­te de poseer más que otros en este mundo de atroz desigualda­d. O quizá sean individuos más frágiles y necesiten aferrarse a dogmas pétreos para aguantar la desazón de vivir. Puede que sean románticos y demasiado inocentes, es decir, ignorantes; pero lo reprobable es que se niegan a ver la realidad (atrévete a saber, como diría Kant). Y también supongo que creer en un edén terrenal alegra la vida, de la misma manera que la alegran los finales felices de Hollywood. No sé, la verdad, no me lo explico, no acabo de entenderlo, pero resulta trágico porque, bajo una supuesta defensa de una sociedad más justa, terminan siendo cómplices de tiranos

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