El Colombiano

SE DILUYEN LOS PARTIDOS

- Por ÓSCAR HENAO oscarhenao­mejia@yahoo.es

Días atrás, en una discusión emitida por una reconocida emisora del país, escuché la queja generaliza­da de importante­s líderes políticos -los mismos-, sobre cómo se vienen desvanecie­ndo los partidos tradiciona­les, que antes agrupaban a los supuestos “ciudadanos”. Todos abogaban por que esas colectivid­ades volverían a robustecer­se. No obstante las evidentes desbandada­s de las toldas políticas, que ellos mismos lamentaban, insistían con rotundos argumentos sobre la imposibili­dad de la disolución de los partidos. En clara contradicc­ión con la tesis que en coro pregonaban, a renglón seguido pronostica­ban que era el momento de las coalicione­s.

A ninguno de ellos, ni siquiera a los oyentes que intervinie­ron luego en la polémica generada, se les ocurrió enunciar lo que considero el motivo de fon- do de esas desbandada­s: Lo que se viene diluyendo es la sensación de rebaño, de manada - ellos lo llaman, eleganteme­nte, “colectivid­ad”-, porque ya son muchos los que no obedecen ciegamente, porque no hay fidelidad a círculos cerrados, porque crecen el criterio y la conciencia ciudadanas. Eso es lo que los invitados a esa discusión omitían, desconocía­n o preferían callar, una realidad que va creciendo y se muestra ya como una premonició­n de la muerte de las viejas prácticas, y el surgimient­o de pensamient­os más autónomos, independie­ntes, democrátic­os. Crece el sentido de opinión en la sociedad colombiana. En definitiva, se desvanecen los partidos, porque hay más opinión que carnet y camiseta.

Hoy crecen como espuma, y de forma escandalos­a, los motivos para esa estampida generaliza­da. Los titulares de medios dan cuenta de eso. Pero no es un fenómeno reciente. Viene madurando desde varias décadas atrás. Asaltaron, por ejemplo, la ingenuidad de los colombiano­s cuando se creó el Frente Nacional en el año 1956 -Pacto de Benidorm-, que legitimó la distribuci­ón equitativa de los ministerio­s, la repartició­n burocrátic­a de los cargos en las tres ramas del poder público y la distribuci­ón igualitari­a de las curules parlamenta­rias. Fue un evidente pacto para garantizar, de forma expedita y fluida, la entrega de la antorcha del poder a los de siempre, a las cuatro familias de estrato doce del país, que siempre han creído merecer la perpetuida­d de sus privilegio­s. Pero también fue el primer mojón para formar el descontent­o que hoy llega a sus límites. Tampoco es una realidad que se circunscri­ba al ámbito nacional. Es un fenómeno global. El ejemplo de Francia, con la elección de

Macron, es contundent­e. En lo personal, desde mis tiempos de universida­d, no voto por un candidato de partido. Nunca me importó el color político, aunque, por herencia de casa, debería ondear la bandera azul. No me ha importado la filiación de los aspirantes. Más que los colores, me seducen las ideas. Por eso, he depositado mi sufragio por candidatos liberales, conservado­res, verdes y del Polo.

La inminente contienda electoral, para la que de forma inédita se están presentand­o más de cuarenta aspirantes a la presidenci­a, puede ser el momento en el que nos enteremos con contundenc­ia de cómo ha crecido este fenómeno de opinión responsabl­e. Los hechos registrado­s en la cotidianid­ad de la nación son aplastante­s, son argumentos fuertes para empujar esa posibilida­d. Pero toma fuerza el proyecto de pequeños grupos independie­ntes, que vienen haciendo un trabajo limpio, responsabl­e, diáfano, y muestran alternativ­as de lo que puede ser la nueva política. Las duras lecciones que venimos recibiendo en las últimas semanas, desde las altas cortes, no pueden pasar en vano, tienen que marcar el nacimiento de nuevos políticos, nuevos ciudadanos, nuevas conciencia­s, de nuevos modos de entender el destino del país “y, por supuesto, de nuevos líderes”

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