ORACIÓN DEL ALMA ENAMORADA
En medio de las tragedias de cada día, de los fracasos de la vida, de la vejez y el deterioro del cuerpo y de la existencia, hay que tener el valor de no embelesarse en lo oscuro, lo lúgubre, lo doloroso e irreparable y mirar de frente o husmear en el aire motivos de luz para seguir viviendo.
Tal vez lo primero que tenemos que hacer es recuperar el sentido y la emoción del asombro. A pesar de todos los pesares, en medio mismo de esos pesares, es bueno situarse en un recodo de la vida y mirar, observar, indagar, preguntar el porqué de las cosas, de lo que ocurre.
Uno no se debe salir de la vida para encontrar la vida, sino echar a caminar por ella sin miedos. Cada paso que golpea el piso es una interrogación, cada roce del pie con la tierra es una verdad descubier- ta. Hay que arriesgar aventurarse lejos de los esquemas mentales, sin más norte ni guía que este horizonte de luz presentida que uno va descubriendo a medida que avanza.
Ir descubriendo, siempre en trance de acabamiento, cada minuto de la vida y cada paisaje del camino, no como si fueran nuevos esos horizontes y esos minutos, sino porque uno mismo al vivirlos los hace nuevos, los crea. La creación huele a nuevo. También la eternidad. Y en estos momentos, lo que se descubre como una iluminación es que es Dios mismo el que huele a nuevo. El aroma de lo eterno.
Hay que ser un descubridor, no un conquistador.
Un descubridor de todo, de las cosas, de la realidad, de las personas. No destrozarlas para dominarlas, sino descubrirlas, renacerlas, recrearlas. Hacerlas de uno, meterlas dentro de uno, vivirlas dentro de uno. Ser sementera, dejarse sembrar la vida en el alma. Y en el cuerpo. Y en el cosmos. En ese cuerpoalma-cosmos que es el existir.
Es como apoderarse, pero sin sojuzgarlo ni esclavizarlo, de este mundo frágil que cuando menos se piensa se nos deslíe entre los dedos. No aprisionar las cosas ni las personas. Dejarlas libres, limpias, vírgenes, desnudas. Para vivir, o para morir, a nuestro lado o en la ausencia. Mirar, contemplar y aceptar el asombro. Es una forma de serenidad. Vivir expectante, abierto, listo para el milagro.
Le regalo, lector amigo, para rezar ahora y en todos los amaneceres (también en medio de la noche oscura) la “Oración del alma enamorada” de san Juan de la Cruz:
“Míos son los cielos y mía es la tierra. Mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores. Los ángeles son míos y la Madre de Dios es mía y todas las cosas son mías. Y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí”
La creación huele a nuevo. También la eternidad. Y en estos momentos, lo que se descubre como una iluminación es que es Dios mismo el que huele a nuevo.