El Colombiano

CEVICHE DE MARIPOSAS AMARILLAS

- Por ELBACÉ RESTREPO elbacecili­arestrepo@yahoo.com

Pisar Aracataca en el sopor del medio día, un sueño largamente esperado, produjo en mí una aglomeraci­ón de sentimient­os, todos bonitos, que me reconfirma­ron lo sabido desde siempre: Que Gabo ha sido, es y será uno de mis autores más amados y un orgullo colombiano por encima de cualquier considerac­ión ajena a sus letras, aunque suene a respuesta de reina de belleza.

Aracataca es un nombre compuesto por dos palabras:

Ara, que significa agua clara, y Cataca, como se llamaba el cacique de una tribu chimila. De modo que Aracataca también puede decirse Cacique de Agua Clara.

¿Cómo es posible que haya vida en aquellas calles que se derriten de calor y parecen una gelatina temblorosa cuando se mira a la distancia? ¿Cómo puede ese perro negro y descarnado dormirse bajo aquel sol inclemente en la mitad del pavimento? ¿No es Melquiades ese señor cadavérico, alto, desgarbado y lleno de bártulos que habla solo en una esquina, peleando contra nadie porque nadie le para bolas? ¿Estaría Mauricio Babilonia sentado en una de estas bancas bajo una nube de mariposas amarillas sobre su cabeza? ¿Acudiría Meme a una cita clandestin­a con él debajo de uno de estos árboles que refrescan la plaza con su sombra?

En Aracataca se entiende, en toda su dimensión, el concepto de realismo mágico. Tanto, que resulta imposible no sentirse en Macondo. Basta cerrar los ojos un segundo para ver por sus calles los fantasmas de aquellos personajes que nos alegraron la vida, o nos hicieron llorar de tristeza, gracias a su inigualabl­e manera de narrar la vida mediante cuentos, historias, fábulas, leyendas y superstici­ones.

La casa de Aracataca, donde vivió los primeros años de su vida, correspond­e a la casa de los Buendía en Cien años de soledad, que en realidad era de sus abuelos maternos, quienes “no gustaban” de Ga-

briel Eligio García como novio de su hija Luisa Santiaga, no solo porque era hijo natural, sino porque en su oficio de telegrafis­ta iba de pueblo en pueblo. Se opusieron inútilment­e a aquel romance, pero como en “El amor en los tiempos del cólera”, sin necesidad de que pasara una vida entera, venció la fuerza del cariño. Se casaron y nació el primero de los hijos, que hizo el milagro de la reconcilia­ción entre suegros y yerno. Por eso fue bautizado con el nombre de Gabriel José de la Concordia.

Recorrer la casa de Gabo, aso- marse a su mundo y recostarse al inmenso árbol de caucho que sombrea el patio, ayuda a entender que su obra es un ceviche de magia, creativida­d, imaginació­n y mariposas amarillas.

Que tuvo múltiples nacionalid­ades, menos la colombiana. Que nunca hizo nada por su pueblo, como poner el acueducto y otras minucias así por el estilo, y que ojalá esté en el infierno, como dijo alguien el día de su muerte, son apenas una muestra de lo que algunos opinan de él. Pueden decir lo que quieran. De todos modos para mí es un genio que inventó un mundo patas arriba en Cien años…, que humanizó a Bolívar, que me hizo conmover hasta el llanto con el Coronel… y derretir de sentimient­o con “El amor en los tiempos del cólera”. Con este me quedo, como se quedó Úrsula Iguarán, la india guajira a su servicio, congelada para siempre en una vieja mecedora en la Casa del Telegrafis­ta

En Aracataca se entiende, en toda su dimensión, el concepto de realismo mágico.

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